Restaurar la Confianza

No hace falta consultar sesudos índices para comprobar que la confianza está en caída libre. La desconfianza se palpa en la calle. Tampoco cabe echarle la culpa a la pandemia. La desafección política e institucional,  la sospecha y el recelo ya estaban asentados antes de la aparición pública del virus chino. Vivir sin confiar o caer en la melancolía no son opciones válidas. Ejercer la responsabilidad individual y cultivar reductos de confianza si lo es.

Cuando las sociedades olvidan que los logros de las generaciones pasadas no son conquistas a perpetuidad, se ven avocadas al fracaso. La libertad, la justicia o la confianza son valores muy frágiles. Conquistarlos exige mucho tiempo y esfuerzo,  destruirlos es más sencillo. Entre  los que se han dormido en los laureles y los activistas  de la demolición, valores esenciales como la confianza se han diluido. Y no se trata únicamente de la famosa confianza de los mercados, sino de otra más primordial; la que permite vivir día a día en libertad sin continuos sobresaltos y plantearse proyectos.  

Creerse a salvo, instalados en el confort heredado, olvidando que la confianza exige ser protegida, conservada y restaurada a diario, es frivolidad propia de indolentes que se paga muy cara. No contentos con negar su cuota parte de esfuerzo, con su abúlica conducta dejan espacio a quienes, guiados por la ambición y la codicia, no han perdido ocasión de sembrar cizaña y abusar de la confianza ajena para medrar.

No pocos aspiraban a una sociedad liberada de rancios principios y valores; aquí la tienen. Los que renegaban de verdades absoluta porque les asfixiaban e impedían ser ellos mismos y vivir su vida, ya pueden gozar de verdades a medida. Lo que no previeron es que al poder también le tientan las verdades de encargo. Y cuando en su ánimo está dominar y perpetuarse, encontrar sociedades propensas a las verdades a la carta le allana el camino. A poco que cuenta con peso suficiente, el poder impone  sus verdades de diseño justificadas sólo en la fuerza de la mayoría requerida para darles cobertura legal. Da igual que sean artificiales, contrarias a la razón o que exijan retorcer la ley, lo importante es que sirvan a sus fines y puedan adaptarse para construir la nueva realidad que se desea implantar. Por ello no pueden ser verdades sólidas, enraizadas, han de ser creativas, mudables, sujetas al mercadeo de los pactos que hagan falta para asegurar la mayoría.

Si el divide y vencerás es táctica tan vieja como Satanás para hacerse con el poder, aprovecharse de la buena fe del prójimo para sacar ganancia no lo es menos. La historia se repite, tras minar toda verdad incómoda prometiendo liberar a las gentes de rigideces y formalidades arcaicas, despojándoles en realidad de principios y valores que les protegían, el terreno queda abonado para crear verdades de nuevo cuño, derechos y deberes de laboratorio que sólo buscan someter al pensamiento único que los poderes dicten en cada momento. Pero ¿tanto puede el poder por sí sólo? Pues no, necesita de la colaboración de muchos.

Hace poco mi migo Joaquín, al hilo de una entrada donde hablaba de «buenas personas« me recordaba acertadamente a Hannah Arendt y su idea de la «banalidad del mal». Salvando las distancias, ya que el contexto en el que la filósofa acuñó la expresión fue de una perversión extrema, su idea arroja mucha luz para entender cómo las sociedades pueden llegar a la autodegradación. Cuando personas normales se acomodan a actuar conforme las reglas del sistema, sin reflexionar sobre sus actos y las consecuencias, limitándose a cumplir órdenes superiores, se facilita la banalización y expansión del mal. ¿Cuántas veces, ante reclamaciones fundadas, nos han contestado  -«esas son las reglas» o,  -«yo hago lo que me dicen»?  Quienes, escudándose en su condición de mero eslabón de la cadena, o en su aséptica condición técnica colaboran sumisamente renunciando a ejercer su responsabilidad personal, contribuyen con su granito de arena a la banalización del mal. Sin ellos, el poder no podría pervertir la verdad con tanta impunidad.

Con estos mimbres ¿cómo no va a existir una desconfianza generalizada? Si la confianza es esperanza firme que se tiene de alguien o de algo, ¿qué certidumbre cabe esperar de una sociedad regida por verdades fabricadas a golpe de chalaneo político y mercantil?  Convertida la verdad en valor tan volátil e interesado ¿dónde han quedado los pilares de la confianza: el respecto y la sinceridad? El respeto al ciudadano no parece cotizar mucho y la sinceridad lleva años anegada por una riada incesante de mentiras. No es de extrañar que la confianza se haya disuelto.

Ante semejante panorama, de poco sirve llorar sobre la leche derramada. Peor aún es resignarse a vivir amedrentados sin confianza. No hay más opción que recuperar valor tan vital. Estar alerta, no dejarse comprar por verdades tóxicas aunque parezcan convenir, combatir la «banalidad del mal», ejerciendo la libertad de asumir la responsabilidad individual, es el camino que toca rehacer a esta generación. A la par esforzarse en consolidar reductos de confianza, cultivando lazos y vínculos con personas, amigos y familiares íntegros, es garantía de seguridad y, con tiempo, empeño y convicción de esas células surgirán nuevos tejidos de confianza. 

4 comentarios sobre “Restaurar la Confianza

  1. Hará unos 15 años que los atentados que con el tiempo pasaron a ser conocidos como el 11M quebraron mi confianza en el futuro. Poco a poco el pesimismo y la sensación que que desde niño me había acompañado de que “el futuro sería mejor” se fue desvaneciendo hasta que con la pandemia actual se convirtió en certeza.
    Cuando en 1989 la caída del muro de Berlín marcó el final de la Guerra Fría y hubo quien incluso habló del “final de la Historia”, creo que, al menos en Europa, la inmensa mayoría de la población rebosaba de optimismo. Hoy, las preocupaciones son otras.
    Tres son para mí las causas principales de este devenir:
    -la ya descrita “banalidad del mal”.
    -el adanismo de unos políticos que son reflejo de una sociedad que ya mayoritariamente nació después de la Transición.
    -una creencia generalizada en un progreso indefinido basado en la Ciencia junto con el olvido de lo más profundo que anima la existencia humana.
    Una revolución tecnológica en la que estamos inmersos nos permite disfrutar de un smartphone en el bolsillo y de vuelos baratos -estoy seguro de que volverán- que nos permiten convertir globo terráqueo en la “aldea global”.
    Sin embargo, un apagón tecnológico nos haría ver con claridad que moralmente no hemos progresado gran cosa.
    Sí Javier, hay que restaurar la confianza y educar a las nuevas generaciones…
    ¡Vamos, como ha sido siempre!

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