Respeto soberano

-¿Qué se necesita para hacer una democracia?, -preguntó un muchacho.  -¡Demócratas hijo demócratas! -le respondió su abuelo. -Y ¿qué es un demócrata?, -insistió el mozo. -Personas que se respetan a sí mismas y a los demás, -replicó el anciano, afirmando -sin respeto no hay democracia que valga.

El desprecio al ciudadano parece haber adquirido carta de naturaleza en España.  Se ha alcanzado tal grado de deterioro que ya no se guardan ni las formas. Sin pudor alguno, henchidos de arrogancia, amplios sectores políticos y medios de comunicación, se han acostumbrado a tratar a los ciudadanos como parias domesticados. Las agresiones a la inteligencia y al respeto de las personas son recurrentes y, conductas, del todo impresentables, se defienden con burdos argumentos sólo aptos para idiotas sin tener apenas consecuencia alguna. Pero siendo esto malo, no es lo peor. Lo más grave es que, una parte importante de la sociedad, lo acata sumisamente; incluso  lo justifica, como algo propio de la política. Estos, y no otros, son los peores enemigos de la democracia.  

Que la política y la mentira hacen buenos compañeros de viaje es innegable. Ganar la confianza del votante, a golpe de sinceridad, parece estar al alcance de muy pocos. Casi todos, en mayor o menor medida, tiran del engaño. Hasta aquí poco se puede; nada hay perfecto en este mundo. Pero de ahí, a aceptar con normalidad a los que hacen de la muleta su oficio y beneficio, va un trecho empedrado de falta de respeto. Un despeñadero en el que, unos prostituyen la política en provechoso negocio de poder y dinero y, los otros, renegando de su condición de ciudadanos,  se rebajan a ser vasallos adocenados.

Se define la democracia como una doctrina política según la cual la soberanía reside en el pueblo; una forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos a través de sus representantes. Siendo así, se presupone que, los dueños y soberanos del predio, son los ciudadanos y que, los políticos, están a su servicio. Pero ser soberano es muy exigente; es algo más que votar a unos representantes cada tanto tiempo.  Primero, se ha de tomar conciencia de serlo y apreciarlo. Luego, tener o no el valor de actuar como tal, es otro cantar. Algunos, cada vez en mayor número, ni siquiera son conscientes. Otros sí, y se afanan en ello con creciente dificultad. Pero no pocos, entre ellos muchos que se declaran a la par muy demócratas y apolíticos, sencillamente han renunciado. Tan carentes de respeto a sí mismos y a los demás, como de coherencia,  han optado por  avenirse a pactos tácitos que les procuran confort, sin necesidad de significarse. Porque ejercer la soberanía implica discernir y decidir por uno mismo. Tener opinión y expresarla, sin escudarse en falsas obediencias debidas, no ser tibio ni equidistante, y sobre todo, no ser reverencialmente sumiso al cargo.  Asumir esa responsabilidad y los riesgos que conlleva, es lo que marca la diferencia entre ser un ciudadano libre o un «mandao». Conforme abunden más unos u otros,  mejor o peor será la democracia.

Y ¿qué sucede si los soberanos renuncian a ejercer su condición y permiten que sus representantes ocupen su lugar? En todos los órdenes de la vida a cada uno le corresponde un papel y, cuando estos se alteran, la cosa suele terminar mal, muy mal. Respetarse a uno mismo, en el papel de soberano, implica no aceptar que los representantes traten a los ciudadanos como a menores de edad estúpidos y molestos, les embauquen y terminen por despojarles de su libertad y de su hacienda. Que lo intenten igual es inevitable, pero, que no hallen una respuesta contundente, es suicida. Pues, sólo con la defensa firme de su soberanía, pueden los ciudadanos poner coto a ambiciones torcidas de poder y al despotismo. Cuando esa defensa se debilita, por ser mayoría los que no se respetan y exigen ser respetados, por mucha constitución, normas, partidos, e instituciones que existan, la democracia se pervierte y deviene en pura apariencia. Los soberanos pasan a ser meros administrados, felices consumidores y dóciles contribuyentes y, los representantes, sintiéndose amos y señores del predio, ordenan y legislan a capricho y terminan por hacerse un estado de derecho a su medida.

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