La fiebre del cambio

Escucho y leo, por doquier, que todo ha de cambiar. La pandemia ha desatado la fiebre del cambio. Hasta la normalidad la quieren hacer nueva. Veremos a donde lleva tanta mudanza, pero un poco de cautela y de sosiego no vendría mal. Si cambiar es ley de vida, evitar que, al amparo de tanto anhelo renovador, hagan su agosto oportunistas aprendices de brujo, es vital.  

Que la pandemia ha dejado al descubierto errores, disfunciones e insuficiencias, es evidente. Y por tanto habrá cosas que cambiar. Pero, cuando se junta el hambre con las ganas de comer, el sentido común suele hacer mutis por el foro. Y en eso estamos. Los iluminados de guardia, los de turno y  espontáneos, no se han visto en otra para dar rienda suelta a sus aspiraciones. Aupados por la ola de ansias de renovación, alentando la natural inclinación del español al cambio, no hay día que no nos inquieten con sus sueños. Todo es objeto de revisión.

Entre los españoles, el mantra del cambio, tiene gran predicamento. Salvo excepciones, como las bendecidas por el nacionalismo local, lo tradicional, lo identitario español; avergüenza. En amplias capas sociales late un rechazo irracional al pasado. No sólo al reciente, a cualquier pasado, da igual; todo él es malo. Lo bueno, por definición, es el cambio. Porque estar por la renovación es rechazar el pasado, es ser moderno. Y, si además, lo nuevo es extranjero y nórdico, con tintes étnicos, ni qué decir.

Obviamente, tan arraigado y extendido sentimiento no ha pasado desapercibido a la política. Por el cambio que viene, el cambio que llega, la marcha del cambio, súmate al cambio, unidos por el cambio; no hay lema político más manido. Si ha sido utilizado hasta la saciedad, es por su eficacia. Convocar al español al cambio es como hacer sonar la campana al perro de Paulov. Si este salivaba porque asociaba el sonido a la comida, millones de votantes sienten el cosquilleo de la liberación al escuchar la llamada al cambio. ¿De qué? Pues  del pasado, que es la fuente de todos los males. Ese pasado al que tantos reclaman una deuda histórica siempre por satisfacer. Así que, agitando la fibra de sentimiento tan primitivo, aliñándola con alguna dosis de miedo y encarnado el pasado en el oponente, se sale a la caza y captura del voto útil. No se sabe bien para quién. Pero eso es lo de menos.

Si algunos pensamos que la crisis ofrece una gran oportunidad para la reflexión, corregir errores y rectificar rumbos, no hay que confiarse. Otros, no pocos ni menores, están en otra cosa. Ven en la coyuntura la ocasión ansiada para dar rienda suelta a su resentimiento y, alentados por tan noble virtud, liarse a patadas con el tablero. Para ello qué mejor compañía que la de los visionarios del cambio. Cuanto peligro encierran sacando a pasear su vena mágica adanista; esa hija putativa de la soberbia y la ignorancia. Creyéndose que el mundo nació con su llegada, no tienen reparo alguno en desmantelar lo que sea y, colocar en su lugar, lo primero que se les ocurra, siempre que les vaya bien a ellos. Los demás que arreen o que cambien. Porque, y esto es lo importante, el que tienes que cambiar eres tú. A ver si lo de la tolerancia te has creído que es recíproco.

Tanto afán político por el cambio suena a aquella frase tan recordada del «Gatopardo» de Giuseppe Tomasi di Lampedusa: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie». Me temo que lo de la «nueva normalidad» va por ahí; sólo busca conservar influencia y poder. Y si para ello hay que cambiarlo todo, hasta dejar un solar, pues se cambia.

2 comentarios sobre “La fiebre del cambio

  1. Fantástico Javier. Totalmente de acuerdo. Es como las palabras demócrata y progresista frente a conservador, que es el retrógrado porque no quiere cambiar, como si ese cambio fuera a ser siempre para mejor

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