¿Qué tendrá la Navidad que Ilumina rostros y aun pudiendo traer dolorosos recuerdos contagia felicidad? ¿Por qué será que también puede provocar duro rechazo?
Me pasa como a san Francisco de Asís; Navidad es mi festividad favorita del año. Según sus biógrafos, il poverello d’Assisi la celebraba con inenarrable alegría llamándola la fiesta de las fiestas. Este espíritu le llevó a desear celebrar la memoria del niño que nació en Belén y poder contemplar de alguna manera con sus ojos lo que sufrió en su invalidez infantil, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno. Por ello, para celebrar la Navidad de 1223 organizó en la aldea de Greccio un belén, instaurando la costumbre de montar pesebres, belenes o nacimientos.
Para explicar brevemente esta inclinación de san Francisco y de tantos que, como él, nos sentimos tan atraídos por la Navidad, vienen a nuestra ayuda la reflexión que nos dejó Joseph Ratzinger: “Si la Pascua representa, desde la perspectiva teológica, el centro del año litúrgico, Navidad es la fiesta más humana de la fe puesto que nos hace sentir de la manera más profunda la humanidad de Dios”.
Esa calidez humana que refleja un Dios que se hace niño en un pesebre toca tanto el corazón que contagia una alegría que sólo en Navidad aflora con una fuerza sin igual. El Niño Dios envuelto en pañales, culmen de fragilidad y ternura, se entreteje en la historia de cada ser humano con tal cercanía que nos hace querer compartir tan dichoso momento inspirando ansia de paz y felicidad. Y aunque algunos pretendan reducirlo a mero sentimiento, lo que late en el corazón humano es más profundo; es la esperanza que brota del nacimiento de un Cristo Redentor que vino y nos acompaña en todo momento, bueno o malo, para rescatarnos.
Si como nos recuerda Ratzinger, la fiesta de la resurrección orienta nuestra mirada hacia el poder de Dios, vencedor de la muerte, en Navidad se hace visible un Dios humilde e indefenso que expone en medio del mundo su amor, ofreciéndonos una nueva forma de vivir y de amar. Con toda la ternura y fragilidad de un niño en un pesebre, el nacimiento del Salvador manifiesta un amor sin límites temporales ni fronteras abierto a toda la humanidad tal y como lo anunciaron los ángeles a los pastores cantando ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad!
Un cántico cuyo eco secular se ha convertido en el sonido más reconocible de la Navidad al igual que dos animales del belén de Greccio también ilustrativos de la naturaleza del amor de Dios. Aunque de ellos nada dicen los evangelios, entre un buey y un asno colocó el santo al niño sobre el heno rememorando la profecía “Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne” (Isaías 1.3). Profecía que anuncia el nuevo pueblo universal de Dios formado por judíos (el buey) y paganos (el asno) a los que el niño del pesebre vino a abrirles los ojos para que, discerniendo, reconozcan la voz de su amo.
Reseñadas la grandeza del tierno y frágil amor del niño Jesús y las razones que llevan a que su calidez humana sea motivo de esperanza, alegría y fiesta, no cabe olvidar cuantos hay distanciados de la Navidad. Razones y actitudes hay muchas, pero merece detenerse en aquellas que van más allá del simple pasar, rechazando su esencia y paganizándola. Dejando aparte circunstancias varias, el origen es sólo uno como nos ilustra el maestro Ratzinger empleando la iconografía navideña de las iglesias orientales ricas en variantes sobre los elementos propios de un belén.
En estos iconos san José suele aparecer sentado a un costado, sumergido en profunda reflexión. Delante de él, vestido de pastor, el tentador le habla con textos de la liturgia diciendo: «Así como tú callado no puede brotar así, un viejo no puede ya engendrar ni una Virgen puede dar a luz». San José, abatido su corazón con pensamientos contradictorios, está confundido. Pero iluminado por el Espíritu Santo, canta ¡Aleluya!
El icono presenta en la figura de San José un drama que se repite siempre, nuestro propio drama en el que el tentador nos dice: «Solo existe el mundo visible y no hay Encarnación de Dios ni nacimiento de la Virgen». Es la negación de Dios. Una tentación persistente hoy expuesta con argumentos aparentemente intelectuales y novedosos y de la que nadie está libre. Por ello esta Navidad pidamos al Niño Dios que nos regale la luz del Espíritu Santo que disipa tentaciones y, haciéndonos cauce de su amor, la contagiemos multiplicando las voces que, felizmente, puedan cantar ¡Aleluya!
