Nos pasamos la vida aguardando algo, pero hay distintos modos de hacerlo; desde un presente vacío o lleno. Según escojamos esperar puede resultar largo y frustrante o ligero y esperanzador.
Si cualquier día es bueno para reflexionar sobre el sentido de la vida, en un mundo tan ajetreado abrumado por múltiples obligaciones cotidianas no resulta fácil hallar un momento para ello. Por otra parte, siendo consustancial a las personas pasar la vida esperando, no es extraño que también el momento para la reflexión quede en modo de espera. Lo malo es que es muy probable que, como sucede con otros anhelos, el momento nunca llegue, por ello, como alguien dijo, la ocasión hay que crearla no confiar en que surja.
En este contexto los cristianos tenemos la fortuna de que la Iglesia nos ofrece tiempos a lo largo del año que invitan a la introspección, a hacer arqueo de nuestras vidas, conocernos más y mejor y corregir el rumbo. Estos días estamos inmersos en uno particularmente relevante; el tiempo de Adviento. Mientras el mundo se llena de luces y sonidos crecientemente convertidos en reclamos de un consumismo voraz, el Adviento nos propone silencio y recogimiento; un tiempo para esperar reflexionando.
Y como quiera que para transitar el tiempo sin perderse es aconsejable contar con un buen guía, en esta ocasión he recurrido al inefable maestro Joseph Ratzinger y a sus meditaciones sobre el tiempo de Adviento y la Navidad. Publicadas en breves artículos en 1978 y 1982 siendo arzobispo en Múnich, años más tarde serían editados en un pequeño volumen titulado “La bendición de la Navidad”.
Como buen maestro, Ratzinger comienza por el significado del término “Adviento” dejándonos tres ideas: su raíz latina que expresa “presencia, llegada”, el uso dado por los cristianos, “Dios está presente. Él no se ha retirado del mundo” y su vinculación con otro elemento esencial, “la espera, que es al mismo tiempo esperanza”. Entendido en este sentido el Adviento lleva a contemplar el mundo y nuestras vidas con otros ojos.
Que Dios no nos haya dejado solos, que siempre esté presente para acompañarnos en esas esperas que encadenamos a lo largo de la vida, debiera ser motivo de esperanza. Claro está que si las ocupaciones cotidianas y los anhelos mundanos nos han impedido encontramos con Él y de paso reencontrarnos con nosotros mismos, llega un tiempo en que se descubre que se ha depositado la esperanza en cosas efímeras quedando poco o nada más que esperar. De ahí que convenga saber que, como enseña nuestro guía, “hay modos diferentes de esperar”.
“Cuando el tiempo no está lleno por sí mismo de una presencia con sentido, la espera se hace insoportable. Si solo podemos dirigir nuestras expectativas a alguna cosa situada en el porvenir, mientras que en el ahora no hayamos nada en absoluto, cada segundo se hace demasiado largo. (…) Pero si el tiempo en sí mismo tiene sentido, si en cada momento se esconde algo propio y valioso, la alegría anticipada de algo aún mayor que está por venir hace aún más valioso el presente y nos impulsa como una fuerza invisible más allá de los momentos. Justamente a vivir este tipo de espera, señala Ratzinger, quiere ayudarnos el Adviento: “es la forma propiamente cristiana de esperar y tener esperanza”.
Se sobreentiende que, “si Él existe, no hay tiempo carente o vacío de sentido…”, cada momento tiene su valor siendo tanto mayor cuanto más lo llenemos con la ayuda de su presencia. Así el Adviento se nos revela no sólo como tiempo de llegada, de presencia, también de espera que nos anuncia la Navidad; un acontecimiento de esperanzadora alegría porque “en ningún otro lugar se puede percibir como en el pesebre lo que significa que Dios ha querido ser Emmanuel -Dios con nosotros-, un Dios con el que nos tratamos de tú porque nos sale al encuentro como un niño”. Un niño que nos anima a tener una alegre confianza como los niños.
Quizás, cuando los problemas y preocupaciones dificulten confiar e incluso impulsen a revolverse contra un Dios incomprensible, conviene repensar la espera recordando que “el signo de la esperanza representado en este niño está puesto también y precisamente para los atribulados y que, justamente por eso, ha podido producir un eco tan puro que su poder de consuelo llega a tocar incluso el corazón de los incrédulos. Tal vez deberíamos celebrar el Adviento dejando que los caros signos de este tiempo, penetren en nuestra alma sin que les ofrezcamos resistencia, permitiendo que su calor nos temple, sin caer en preguntas y cavilaciones, y aceptando después, llenos de confianza, la inmensa bondad de ese niño”.
