El maldito «yo»

Probablemente una de las pruebas más difíciles de superar para los seres humanos sea apearnos de nuestro «yo». Muchos lo intentamos con éxito moderado, pero los hay que lo logran y son dignos de admirar.

Vaya por delante que en esta reflexión quedan fuera los adictos al “yo mi me conmigo”. Porque aquellos dominados por una soberbia y egolatría extrema están incapacitados para bajarse sin ayuda de su pedestal narcisista y egoísta. El resto, si bien no estamos libres de dejarnos llevar por un amor propio desmedido, conservamos la capacidad para esforzarnos en valorar más al prójimo al no creernos el centro del universo.

Si fácil es tender a anteponer el yo al nosotros, pues el «yo» que llevamos en las entrañas siempre busca aflorar, mantenerlo embridado, no digamos despojarnos de él, no es nada sencillo. Y tampoco es que este mundo tan individualista y competitivo ayude. Al contrario, la proclividad imperante a medir a las personas por su éxito incita a anteponer el interés propio dando rienda suelta a ese maldito «yo» que llevamos tan adentro.

No hace falta poner ejemplos, basta mirar alrededor para comprobar cuan extendido está el cultivo del «yo»; con qué frecuencia se habla en singular en vez de emplear la primera persona del plural. Es suficiente mirarnos sin tapujos al espejo y reconocer las veces que hemos dejado que el «yo» se imponga. Y no es que sea algo anómalo sentir satisfacción cuando nuestro «yo» es alabado; todos tenemos un corazoncito que merece atención. Lo malo es cuando un henchido «yo» nos domina impidiéndonos articular un nosotros y menos aún un ellos.

Pero si la inclinación es fuerte y el entorno la favorece, también es cierto que abundan quienes se esfuerzan en apearse de su «yo». Allí donde hay amor sincero, y existe en muchos campos, hallamos ejemplos cotidianos. Pero más inusual debe ser en otros ámbitos más competitivos. Y lo digo, porque, en estos ambientes, cuando el nosotros se impone al yo la sociedad saluda el gesto y alaba al protagonista. Hecho que, a la par que me lleva a suponer que no es lo usual, me plantea una pregunta. ¿Por qué, si apear el «yo» suscita reconocimiento social, es actitud poco frecuente en ámbitos como el trabajo, la política, o el deporte? ¿No debería ser un estímulo? Quizás, sea porque el maldito «yo» es amo muy celoso y poderoso.

Así pues, dado que embridar y rebajar nuestro «yo» no es tarea fácil, amén de tomar ejemplo de quienes lo procuran, resulta inspirador fijarnos en aquellos que en gran medida lo han logrado. Y, estando próxima la festividad de mi patrón y patrono de las misiones, qué mejor ocasión para recordar a todos los hombres y mujeres que, dejando atrás sus vidas, desgastan su «yo» a fuerza de entregárselo a los demás; máxime cuando incluso estos casos revelan lo reacio que es el maldito «yo» a dejarse anular.

Para ilustrarnos sirva el escrito del gran español, el padre Segundo Llorente, SJ. (1906-1989), misionero en Alaska durante 40 años, sobre la muerte de San Francisco Javier una gélida madrugada del 3 de diciembre de 1552 sin más compañía que la de su amigo chino Antonio en una choza de un islote de la costa de China. El padre Llorente nos habla de cómo, ante un aparente fracaso, Javier triunfó gracias a que supo, a diferencia de otros, despojarse de su «yo».

Tras conquistas espirituales nunca vistas y hazañas evangelizadoras que causaban admiración en Europa, Javier muere en el más absoluto abandono, sin lograr llegar a  su preciado objetivo evangelizador, la China. Poco a poco Dios se lo fue quitando todo; le despojó como despojaron a Jesucristo al subir al Calvario; le dejó solo… Cuando le tiene acorralado y sin salida, le quita la salud. (…)  Luego de expirar en aquella soledad, le metieron en una caja con cuatro sacos de cal viva. Cavaron una hoya muy honda…Pudo parecer que todo había terminado allí. (… fue luego seguido por manifestaciones de primera magnitud en los tiempos modernos. El P. Francisco mató y enterró el «yo» maldito que todos llevamos en las carnes y vigiló cauteloso para que no resucitara. Se entregó a Dios … Entonces Dios, para no dejarse vencer en generosidad, le dio primero un trono de gloria en el cielo al lado de los Apóstoles, y en la tierra triunfos apoteósicos en que no soñaba ciertamente Javier… Somos muchos los que venimos a misiones como Javier; pero en 400 años no hemos visto quien le iguale; o por lo menos Dios no nos ha querido manifestar a ninguno. Tal vez no hemos sabido matar y enterrar hasta que se pudra este «yo» traidor que se quiere apropiar la gloria que es debida a solo Dios.

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