Al oír la palabra dichoso nos viene a la mente ser feliz o afortunado, pero es posible descubrir que esconde un significado más elevado que un mero sentimiento; un estado de vida terrenal que lleva a ganar una vida eterna.
El pasado 1 de noviembre, en la solemnidad de Todos los Santos, la liturgia nos invitó a escuchar el Evangelio de las Bienaventuranzas. Cabe meditarlo aisladamente, pero si se hace pensando que al día siguiente se celebra la festividad de los Fieles Difuntos la enseñanza adquiere otra dimensión. Porque si el Día de Difuntos es para recordar a las personas queridas que nos han precedido, también nos confronta con nuestra propia muerte y con la conveniencia de aprender de su legado y conocer hoy qué es lo esencial que debemos cuidar. Y, para ello, contamos con el ejemplo de los santos, canonizados o no, que quisieron y supieron alcanzar el estado de dicha viviendo las bienaventuranzas.
En el Sermón de la Montaña Jesús no nos ofrece unas instrucciones o nuevos mandamientos, nos revela el corazón del Evangelio; si uno vive amando a sus hermanos, el Padre le da una vida nueva haciéndose cargo de su dicha terrenal y eterna. Además, como Jesús lo hace todo distinto a la manera en que lo haría el mundo, con las bienaventuranzas nos enseña que Dios no es imparcial, que siente debilidad por aquellos que el mundo tiende a despreciar.
Los bienaventurados no son los más fuertes, ricos o poderosos, tampoco son los escogidos aquellos predestinados a alcanzar el éxito, como equívocamente creen puritanos, calvinistas y no pocos cristianos. Jesús nos dice que para Dios los primeros son los pobres de espíritu que no confían sólo en su autosuficiencia, los humildes, los que lloran, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que ansían justicia, los que trabajan por la paz y los perseguidos por causa de la justicia. Jesús nos anuncia que, viviendo así, aunque seamos considerados los últimos, sorprendentemente, seremos dichosos porque Dios da vida más plena a quien produce amor.
Cierto es que al escuchar las bienaventuranzas nos parecen hermosas palabras, las más elevadas, pero al volver a nuestra cotidianidad constatamos que en el mundo en el que vivimos no encajan. Más bien resultan utópicas. ¿Será que es un manual de vida tan exigente, abrumador y contrario a lo que se estila en el mundo que es imposible aplicarlo? La verdad es que sí, que nos supera con creces.
Por ello a quienes piensan que los creyentes son seres débiles, les debería llamar la atención que estos hayan escogido senda vital tan ardua y exigente. Lo que no entienden, quizás porque no han querido conocer personalmente a Cristo, es que los cristianos no confían sólo en sus propias fuerzas para alcanzar el estado de bienaventurado. Al contrario, ejerciendo la humildad, reconocen que la santidad es obra de Dios a la que ellos libremente colaboran. Y aún más, los descreídos tampoco han experimentado que al acoger las bienaventuranzas la lógica del corazón cambia a la medida de Dios, acrecentándose el estado de dicha y posibilitando llevar, allá donde están, el sentido de esperanza que no son capaces de transmitir los más exitosos y poderosos.
Las bienaventuranzas nos enseñan que en nuestro peregrinar terrenal Dios está con nosotros con la mano extendida que, consciente de nuestras limitaciones y debilidades, nos ayuda y anima. Que Dios no es un mero refugio para ingenuos y flojos, que ser dichosos amando no sólo es posible con su ayuda, sino que es la única vía para vivir en estado de dicha y esperanza.
Incluso en los momentos más duros se puede alcanzar la que quizás sea la dicha más paradójica -bienaventurados los que lloran-, pues en el misterio del dolor está la dicha de que hay más Dios en nosotros. Si no rechazamos su amor, si lo acogemos aceptando su cercanía, además de darnos fuerza y coraje trasciende a la persona dolorida haciendo de ella transmisora de ese amor compasivo que los demás sienten y a su vez comparten ante el sufrimiento.
Para Dios ninguna debilidad humana es inútil, se hace presente en todas, en cada tormenta está a nuestro lado animándonos a tornar la desgracia en amor, única fórmula para alcanzar el estado de dicha, de bienaventurado. Él está ahí en la fuerza de quienes no se rinden; desde aquellos que arriesgan sus vidas para socorrer a desconocidos y los que las entregan para aliviar al prójimo, hasta los que escogen ejercitar las bienaventuranzas en sus pequeñas acciones cotidianas
Cuando nuestro peregrinar terrenal acabe y nuestras ansias y deseos se apaguen, solo quedará lo esencial, la pregunta que le hizo Jesús a Pedro, ¿tú me amas? Y como Dios se identifica con los más pequeños y débiles el bienaventurado, aquel que ha apostado por una vida radicalmente diferente a la que el mundo propone, podrá responder, sí te amé siendo humilde, justo, compasivo, limpio de corazón, pacífico, ansiando justicia y llorando.
