Combatir la manipulación del lenguaje como arma de colonización ideológica siempre ha sido afán de los amantes de la libertad. Estos días esta lucha, usualmente soterrada, ha aflorado en tres frentes.
Entre las acepciones de la palabra libertad recogidas en el diccionario de la Real Academia Española (RAE) la segunda la define como estado o condición de quien no es esclavo. Claro está que existen muy diferentes formas de esclavitud, unas más evidentes y radicales que otras. Entre tantas, una, no por más sutil menos eficaz, es la manipulación del lenguaje como refleja su uso habitual por los enemigos de la libertad.
Permitiéndonos las palabras representar realidades y objetos, así como expresar ideas, toda reducción o contaminación de nuestro vocabulario limita nuestra capacidad para relacionarnos con los demás, achicando nuestra libertad. Como señaló el filósofo Ludwig Wittgenstein (1889 -1951): Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Idea que George Orwell (1903 -1950) escenificaría magistralmente en su novela “1984”: En una sociedad totalitaria, dominada por el “Gran Hermano” —parodia de Stalin—, se desarrolla una “neolengua” que reduce y transforma el léxico con el fin de limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente para alienar y someter.
En nuestras sociedades, en las que tanto se alardea de libertad, paradójicamente la manipulación del lenguaje está más viva y cuenta con más medios que nunca, siendo diversas las fórmulas utilizadas. Desde el abuso de “palabras talismán”, voces moldeables y sugerentes que apelan calculadamente a los sentimientos, pasando por el recurso al viejo langue de bois, soviético y nazi, que busca confundir, hasta la monopolización de las palabras, dictando su sentido, si son democráticas o reaccionarias, permitidas o prohibidas, todo vale para adaptar la realidad a la ideología y convertir la ideología en realidad.
Con este bagaje lingüístico, políticamente correcto, ambiguo, rico en omisiones intencionadas y medias verdades, cuando no rotundas falsedades, se ha acostumbrado a muchos a tener en la cabeza ideas incompatibles. Da igual si son mentira, incoherentes o contradictorias, todo es opinable o, mejor dicho, conforme convenga al poder para crear realidades a partir de consignas sencillas logrando que le crean sin entender lo que diga. Pero, como señalé al principio, no todo el mundo está dispuesto a perder su libertad sometiéndose a esta forma de esclavitud como muestra la lucha reciente en tres frentes distintos.
Al hilo de la guerra en Gaza, hemos sido testigos de cómo, apelando a los sentimientos, palabras, cuyo grave significado exigiría ser usadas con particular rigor, véase genocidio y tortura, han sido banalizadas al extremo para movilizar a las gentes en pro de una causa ideológica. Ante este abuso obsceno de equiparar mediante el empleo del mismo vocablo hechos significativamente diferentes -ni una guerra, por brutal que sea, es un genocidio ni un arresto una tortura- por fortuna se han alzado voces autorizadas denunciando tamaña mendacidad.
Como viene siendo costumbre, con ocasión de la fiesta de la Hispanidad, ha vuelto a aflorar el debate entre los términos “hispano” y “latino” para referirse a las personas del continente americano pertenecientes al ámbito de los pueblos con lengua y cultura española. No obstante, a diferencia de tiempos pasados, los defensores del término “latino” han encontrado mucha mayor resistencia. Si, desde que la Francia imperialista del XIX impuso el término “latino” para debilitar la identidad española en América, su empleo ha sido cuasi hegemónico gracias al apoyo anglosajón, de la izquierda hispanófoba de su engarce con la leyenda negra y del estúpido seguidismo de tantos hispanos, algo ha cambiado. La revalorización de la identidad hispana, por ejemplo en Estados Unidos, junto a la reivindicación de la Hispanidad por un creciente número de autores de ambas orillas del Atlántico está ganando terreno en este combate centenario.
El tercer frente ha ocupado a la prensa estos días por el pretendido asalto gubernativo a la RAE empleando como ariete el Instituto Cervantes. Lo que está en juego es la imposición de un “lenguaje inclusivo” impulsado desde la izquierda. La RAE, fiel a su misión de evitar la adulteración de la lengua, lleva años resistiéndose a que se utilice para hacer ingeniería social, impidiendo convertir el español en un galimatías incomprensible. Obviamente, su rechazo a todos los intentos de pervertir el idioma para asentar la ideología de género, o la de un rancio nacionalismo obcecado en sustituir los topónimos en español por aquellos en lenguas cooficiales, no ha gustado al poder, pero su resistencia a oficializar una “neolengua progresista” ha dificultado arraigar su colonialismo ideológico.
Toda palabrería impuesta para someter la verdad al interés ideológico es corrosiva y castrante. Por ello, combatir la manipulación del lenguaje como arma de colonización ideológica siempre ha sido afán de los amantes de la libertad porque, si la mentira esclaviza, acostumbrarse a vivir en ella sencillamente no es vida.
