Viendo a niños reír en Gaza y adultos israelíes llorando emocionados ante un atisbo de paz, sentí regocijo, a la par, escuchando a quienes, ante la menor seña de esperanza, se apresuran a frustrarla pensé, qué tristes deben de ser sus vidas.
Tras intensas jornadas de agitación occidental contra el estado de Israel, a muchos de sus promotores propalestinos la noticia de que estos, los archienemigos de los judíos, hayan aceptado avanzar en un plan de paz declarando el fin de la guerra, les ha dejado compuestos y sin causa. Que el plan haya sido auspiciado por el denostado Donald Trump ha ahondado su frustración. Por ello, lejos de regocijarse por el alivio que supone y por la esperanza que abre, han torcido el gesto.
Como he señalado en alguna ocasión, habría que crear un museo de tipos infames para enseñar a los niños lo que no deben ser. Un lugar donde mostrar la colección de seres ruines que conforman los bajos fondos de la condición humana como es el caso de los sembradores de pesimismo; agoreros, funestos, cenizos y demás aves de mal agüero, cada uno expuesto conforme sus méritos pues no todos los infames son iguales.
Así, para el vulgar aguafiestas, ese tipo sombrío que turba alegrías, bastaría una hornacina solitaria pues sólo causa sinsabores. En cambio, los agitadores de desesperanza, por minar toda sana ilusión humana, merecen lugar destacado. A esta siniestra tipología pertenecen aquellos que, viviendo de instrumentar a favor de sus ruines intereses el sufrimiento ajeno, ante toda esperanza de paliarlo acuden prestos a sofocarla.
Eso sí, siendo su grado de bajeza y el oportunismo lo que dicta las acciones de estos seres miserables cada cual reacciona a su manera. Así, ante el principio de acuerdo, unos, los menos brutos o más cínicos, al saludarlo diplomáticamente no han perdido ocasión de sacar a pasear su escepticismo con sus peros y objeciones. Otros, reconociéndole, a su pesar, alguna valía, le han restado utilidad si no se cumplen ciertas condiciones y, los más contumaces, negándole todo mérito lo han rechazado de plano.
Dejando a un lado a los cínicos y empecinados, pues su ínfima calidad moral sólo la cura la generosidad de la que carecen, quienes sí merecen un comentario son los que ponen condiciones. Paradójicamente los más exigentes acostumbran a ser aquellos con más carencias.
Que al plan de paz acordado se le pueden buscar pegas, no hay duda, pero que ahora vengan a plantear exigencias y condiciones mínimas, quienes han sido incapaces de propiciar un alto al fuego que hace apenas unas semanas se presumía inviable, resulta tan obsceno como hipócrita. ¿No era la paz la razón de ser de tanta movilización? Si ese hubiese sido el ánimo de sus instigadores hoy estarían inundando las calles para celebrarlo.
Sin pretender minimizar las enormes dificultades que se presentan, cabe recordar la máxima de que cada día tiene su afán y cada mañana su inquietud subrayando que, del afán de estos días, ha aflorado una esperanza que a toda persona de buena voluntad le debe alegrar. No se trata de recrearse en una ciega ensoñación que imposibilite ver futuras complicaciones y problemas, pero sí de no vivir con tal miedo y ansiedad por lo que podría pasar que impida festejar el bien logrado.
Comúnmente se dice que los seres humanos viven de esperanza y es cierto. Aunque algunos puedan pensar que vivir esperando lleva a la pasividad, o, peor aún, que es malo porque provoca decepciones, la verdad es que la esperanza bien entendida es la mejor aliada para la supervivencia y el progreso humano. Es la manera de aspirar a lo que creíamos que no era posible, moviliza la conciencia, la voluntad y el coraje para alcanzar metas sólo soñadas.
Pero siendo tan grande el potencial de la esperanza lo es también su fragilidad. Sutil, difusa y apenas perceptible, cuesta mucho generarla, pero puede desvanecerse en un instante. De ahí la grave irresponsabilidad de quienes se afanan en debilitarla conduciendo a las personas a la desesperación. Altivos, sombríos, llevados a la nada por la inercia de su egolátrica ruindad, es justamente eso, nada, lo único que saben ofrecer más allá de la revuelta, la queja y el lamento. Todos ellos tienen en común la desesperanza y, como decía el poeta Jorge Guillén, “cuando uno pierde la esperanza se vuelve reaccionario”.
En estos días y siempre, mantenerse esperanzados es vital, permite trascender el presente hacia el futuro confiando en que todo puede cambiar, ser distinto y mejor y hoy, cuando escribo estas líneas, con el alto al fuego en Gaza, el mundo es algo distinto y mejor. Bienvenida Esperanza.
