Desatando la bestia

Entre las muchas formas de abajar la condición humana hasta el embrutecimiento, el odio, junto al miedo son las más eficaces; hoy ambos se despachan a granel a la par que nadie se hace responsable de sus execrables consecuencias.

Este verano una madre, muy orgullosa de lo listo que era su hijo, me contaba que el mozo, al ser sancionado por miccionar en la vía pública, había respondido ingeniosamente al agente indicándole que era injusto porque los perros lo hacen y no les multan. Al contestarle que no me parecía muy inteligente ponerse a la altura de un perro se quedó chafada.

Al igual que la capacidad del ser humano para superarse y mejorar es cuasi infinita, también lo es para degradarse y envilecerse, depende de las fuerzas que primen propiciando una u otra conducta. En la anécdota comentada lo que lleva al chico a rebajarse al nivel de un animal es la simple estupidez, en casos más relevantes operan emociones más profundas y complejas. Así, el amor a uno mismo y al prójimo induce a crecer como persona en tanto que, el odio, conduce a la degeneración.

Siendo pues tan trascendentes los efectos del amor y del odio, conviene detenerse en sus orígenes porque son tan radicalmente distintos como sus consecuencias. Mientras que el amor es consustancial al ser humano, el odio se aprende; nadie nace odiando. Comparándolo con un símil genético, el amor se asemeja a un carácter hereditario por estar codificado en los genes y el odio a un carácter adquirido que surge durante la vida debido a factores ambientales o experiencias personales.

Cierto es que estando hechos para amar y ser amados, el amor, al igual que el odio, es susceptible de ser acrecentado o aminorado por el entorno. No obstante, si bien el amor, por ser sentimiento enraizado, puede o no ser cultivado, el del odio, siendo ajeno, requiere ser primero implantado. Por ello, no es de extrañar que siempre que conviene promover el odio sea preciso dedicar notables esfuerzos para sembrarlo.

Inoculado el odio, siendo su primer efecto rebajar la condición humana envileciéndola, acrecentarlo es más sencillo al contar con la colaboración del sujeto envilecido insertándole en una espiral auto degradante, tóxica y peligrosa. Así, abajado el individuo, allanados valores y sentimientos como la racionalidad, el perdón o la misericordia que enaltecen su humanidad y protegen su dignidad, debilitado en suma, es más fácil de manipular logrando el sembrador de odio su objetivo.

Lo que jamás asumen los manipuladores que instigan y promueven el odio por activa o pasiva es la responsabilidad de sus terribles consecuencias. Cobardes por naturaleza, pues odiar no requiere la valentía que sí exige amar, recogen y aprovechan los frutos que les interesan, pero niegan todo vínculo con sus “efectos colaterales”. Efectos que acaban concretándose en enfrentamiento, enemistad y actos violentos que van desde el vandalismo hasta el crimen, llegando al terrorismo, la guerra, la devastación y la muerte.

Por fortuna, estadísticamente en las sociedades suelen ser pocos los cobardes e hipócritas instigadores del odio en beneficio propio, muchos más son aquellos que, por mil razones interesadas, destacando el rédito que obtienen, lo difunden, justifican o banalizan. Pero aún mayor es el número de quienes, no estando minados por el odio, miran para otro lado y callan, sin tomar plena conciencia de que, cuando se desata la bestia, esta tiende a comportarse como tal y ellos, los pusilánimes timoratos que se creen tan seguros en su prudente silencio, serán sus primeras víctimas. No pocos ya lo son viviendo amedrentados por el más fiel escudero del odio; el miedo.

Por desgracia, este cuadro de tipos humanos retrata a nuestra sociedad. Hoy en día, el discurso del odio campea a sus anchas y las muestras del comportamiento de la bestia cuando se la desembrida y azuza afloran cotidianamente. Paradójicamente, pedir la paz actuando violentamente se ha convertido en costumbre y promover la aversión a algo o a alguien cuyo mal se desea es el principal instrumento de captación de votos y de fidelización de votantes.

Ante este siniestro y peligrosísimo panorama desviar la mirada y callar raya en lo delictivo. Combatir las fuerzas del odio y el miedo para evitar que se propaguen las mayores bajezas de los seres humanos desatando la bestia que llevan dentro, es hoy obligado. Por ello, con la esperanzadora convicción de que el poder de la razón y del amor que late en tantas mentes y corazones silenciosos es capaz de refrenar el odio, someter la bestia y disipar miedos, cabe recordar una vez más aquella llamada de la copatrona de Europa Santa Catalina de Siena (1347 -1380): ¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!

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