¿Cuánto cuesta y cómo se financia?

Entre los muchos efectos perniciosos del creciente infantilismo de la ciudadanía europea, el de su coste económico y social comienza a ser insoportable.

Hace ya décadas que los expertos vienen alertando de un progresivo avance hacia sociedades de adultos adolescentes. Sin entrar en las causas, que no da el espacio para ello, es un hecho evidente que llevamos décadas inmersos en una dinámica cultural promotora del culto a la juventud. Hoy, al menos en nuestro entorno europeo, el proceso ha derivado en una proliferación de adultos infantilizados.

Paradójicamente este fenómeno ha cuajado en sociedades cada vez más longevas y envejecidas con tasas de natalidad alarmantemente bajas. No es descabellado pensar que, la progresiva merma de su principal patrimonio antropológico, los niños, hasta haber alcanzado niveles insospechados, tenga mucho que ver con esa pertinaz búsqueda de una suerte de eterna adolescencia, ajena al compromiso personal, que ha desembocado en una acelerada infantilización de sus adultos.

Hablamos de sociedades que se dicen desarrolladas y avanzadas cuyo progreso económico unido a un infantil alejamiento de la realidad, les permitió instalarse en una frívola arcadia mercantil renunciando a los principios y valores que las hicieron faros del mundo, y que, a la postre, les está pasando notables facturas. “Durante años la UE creyó que su dimensión económica traería consigo poder geopolítico e influencia en las relaciones comerciales internacionales. Este año será recordado como el año en que esa ilusión se desvaneció.” Así inició un discurso el pasado 18 de agosto el expresidente del Banco Central Europeo y del Consejo de Ministros de la República de Italia Mario Draghi. A buenas horas, cabría añadir.

Acostumbrados a una creciente dependencia de “Papá Estado”, proveedor de un elevado nivel de bienestar, reducidas sus capacidades de reacción e iniciativa individual, estas sociedades infantilizadas asisten hoy impotentes a los negros frutos de tanto acomodo disuasorio de la asunción de riesgos y compromisos y de tanto apego a convertir deseos en derechos financiados a costa de otros. “Francia lleva 50 años gastando más de lo que ingresa, creando un país adicto al gasto público”, afirmaba el pasado mes de julio el primer ministro francés, François Bayrou, durante la presentación del plan de recortes más agresivo de los últimos años, especialmente en el sector público.

Despertada bruscamente de sus ensoñaciones, enfrentada ante lo que Draghi califica de ilusión desvanecida, o dicho más claramente evidenciadas sus enormes carencias y debilidades, para sacar a Europa de su calamitoso estado muchos analistas, entre ellos el citado, se limitan a plantear cambios básicamente burocráticos. Es indudable que, para reducir su enorme dependencia de recursos estratégicos y tecnologías y salir de su estado de resignación adquiriendo cierto protagonismo e independencia frente a las dos superpotencias dominantes, Estados Unidos y China, no son pocos los cambios normativos, organizativos y económicos que deben llevarse a cabo.

No obstante, siendo dichas reformas necesarias, en absoluto son suficientes. Las crisis, en las que están inmersos los europeos no son sólo de mucho mayor calado, culturales, sociológicas y antropológicas, sino que están muy enraizadas habiendo sido alimentadas desde hace décadas por quienes ahora pretenden resolver el problema con reajustes del Mercado Interior y de la financiación económica de nuevas inversiones.

A la vista de la situación, a priori, la referida adolescencia de los adultos devenida en infantilización pudiera parecer algo menor, pero no lo es. Claro ejemplo de ello, entre muchos, es aquello a lo que se refiere el premier Bayrou al hablar de un país adicto al gasto público. Esa suerte de pacto tácito imperante en países como Francia y España, entre los ciudadanos y el poder político, por el cual los primeros prefieren desconocer cuánto cuesta y cómo se financia el gasto público y los segundos lo alimentan y enmascaran su déficit, promueve la infantilización social y tiene mucho que ver con la referida adicción y con la insostenibilidad de las cuentas públicas.

Así, los ciudadanos mutados en meros consumidores y contribuyentes son tratados como menores de edad. Prometiéndoles, a cambio de votos, satisfacer sus apetencias más extravagantes y variopintas como si fuesen derechos, diluyendo los principios y valores que en sociedades sanas y adultas embridan los deseos, las sociedades han perdido el norte. Si además unos no lo quieren saber y otros evitan explicar cómo se financia tanto capricho infantil no es de extrañar que Europa vaya a la deriva.

Restaurar una ciudadanía responsable, realmente comprometida con su futuro y con el de sus hijos, no es tarea sencilla ni se logra con grandes medidas macroeconómicas. Porque pasa, entre otras cosas, por lograr que sus miembros adultos dejen de comportarse cuales niños caprichosos mal educados que, por saber, no saben ni cuanto cuesta ni cómo se financia ese estado de bienestar, garante de tantos “derechos”, al que están tan apegados y cuyos cimientos apenas se sostienen a costa de unas minorías cada vez más abrumadas.

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