Lo bueno nunca es caro

Cuentan que, en una localidad norteña, llegado el día de otoño señalado, como era  tradición, se celebró el concurso de quesos. Debiendo estar elaborados artesanalmente atendiendo a estrictas normas y con la mejor leche cruda de ovejas y vacas de razas selectas, tal tenía que ser la calidad de los quesos que no eran más de una docena los concursantes. Pero, siendo mucho el orgullo en juego unido al aliciente de la subasta del mejor queso, la concurrencia de vecinos y visitantes fue, como siempre, numerosa.

Concluido el concurso, tras reposada cata y deliberación del jurado, proclamados los  premiados se dio paso a la esperada subasta del queso ganador; pieza de unos 3.5 kg, cuyos beneficios se destinarían a una acción social. Ese año, dado que en los anteriores se habían alcanzado cifras récord, las expectativas eran muy altas. Tras una animada serie de pujas, impulsadas por un jocoso subastador, se llevó el queso un hostelero de la zona por la generosa suma de 8.500 euros, estableciendo una nueva marca.

El hostelero llevaba años esperando la ocasión. Siempre se le había escapado por prudente. Esta vez se había jurado no parar en barras y llegar hasta el final. Así, feliz por su atrevimiento, pensando que lo pagado bien valía la pena, marcho a casa dispuesto a celebrarlo con la familia y amigos. Caída la tarde, se dispuso a preparar la mesa larga de la terraza de su afamado establecimiento sito al pie de la carretera local que daba entrada a su pueblo. En el centro de la mesa, bajo un paño, puso el preciado queso.

En eso estaba, entrando y saliendo, colocando vasos, botellas y demás enseres, cuando, por el camino, se acercó un hombre entrado en años. Se trataba de un pastor, bien conocido en el entorno, de pocas palabras, temido por sus arranques y locuras, pero tan cuerdo como socarrón y geniudo. Con un gesto, se sentó en el banco de la mesa y cogiendo un vaso le espetó al hostelero: -Bien me vendría un trago de ese vino que estoy seco. -Un vaso y sigues tu camino, -le respondió fríamente el hostelero. Y viendo que no tenía sacacorchos marchó a la cocina donde se afanaban en preparar la cena.

Entretanto, el pastor, que ya conocía la noticia, intuyendo que bajo el paño estaría el queso ganador, con sorprendente agilidad, en un abrir y cerrar de ojos, saco la navaja y le metió un buen tajo. En eso que, regresando el hostelero, viendo desde la puerta cómo se comía la tajada le grito: -¡Pero qué haces condenao!, -¡he pagado una fortuna por ese queso! Sin inmutarse, el pastor, rápido como un rayo, le metió otro viaje al queso añadiendo: -¿No hay pan para acompañar?

El hostelero, indignado, agarrando el queso, tratando de no dejarse llevar mirando la navaja que blandía el pastor, le contestó: -¡Vete de mi casa! y espero que tanto queso te siente mal. Levantándose sin prisa el pastor respondió: -Nunca daño me hizo el queso. A lo que el hostelero, enfurecido, sin soltar el queso y agarrando por el cuello una botella le chilló: -¡Largarte sinvergüenza! y que sepas que me debes lo menos mil euros por el queso que te has tragao.  El pastor, marchándose sin ánimo alguno de pagar nada, con una media sonrisa le respondió: -Lo bueno nunca es caro.

2 comentarios sobre “Lo bueno nunca es caro

  1. En Economia siempre se ha dicho que lo bueno se paga,algo distinto de decir que sea caro.

    Hay un dicho de la Escolástica salmantina, en la que se inspiró Adam Smith que sustentaba que «el dinero del pobre va siempre dos veces al mercado».

    No estba desencaminado el pastor

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