Combatir la corrupción exige algo más que detectar y purgar corruptos, precisa dosis de ética y moralidad para vencer a su mayor aliado; el silencio que cobija la impunidad.
Que en España el fenómeno de la corrupción goza de buena salud no es una sensación, es un dato estadístico. Razones para corromperse sobran y alicientes también. Existen diversas y conexas motivaciones; desde el dinero ligado al codiciado afán por poseer y la ambición desmedida de poder, hasta la lealtad mal entendida o el simple gregarismo estúpido. También hay casos de pura necesidad, pero son los menos, y de miedo que, como veremos, merece un capítulo aparte.
Ahora bien, pudiendo cualquiera de estas motivaciones instar a la corrupción, en la decisión de corromperse juega un papel clave el ambiente. El corrupto potencial nunca actúa sólo y aislado sino en un entorno cuyo estado de salud ética y moral le influye y condiciona. Si, como hoy ocurre, el grado de deterioro de valores y usos y costumbres es elevado, más fuertes y normalizadas serán las tentaciones y más difícil le será sustraerse a ellas.
En sociedades en las que, en la praxis, está muy aceptada la tóxica idea de “tener es más importante que ser”, es lógico que la tentación del dinero sea grande. Igual ocurre cuando conductas corruptas apenas son reprochadas socialmente, su tolerancia no sólo las estimula, lleva a los corruptos y corruptores a considerar su comportamiento como algo no malo, incluso aceptable y normal.
Vista la realidad en la que vivimos, dado el número, extensión y diversidad de corruptelas y corrupciones existente, resulta obvio que las herramientas al uso para combatir esta lacra no son eficaces. Cursillos, códigos éticos, medidas de transparencia, instituciones y organismos creados para prevenir y luchar contra la corrupción no están dando resultado. Quizás en parte se deba a que no funcionan bien o a que se empleen mal, pero existen razones de mayor calado.
Hablando con un amigo me comenta que instrumentos sobran, que el problema radica en que hay tantos golfos que el sistema no da abasto; evita casos, pero muchas corrupciones se le escapan. ¿Tendrá razón, estamos ante una suerte de epidemia? Algo de verdad habrá en sus palabras cuando no cesan de anunciar nuevas medidas y el reforzamiento de las existentes, en particular, de las denominadas “medidas reactivas”, aquellas para facilitar las denuncias y proteger a los denunciantes.
Cuando se opta por promover la denuncia anónima, arma de doble filo, se están reconociendo dos hechos por otra parte evidentes; que los instrumentos implantados están sobrepasados y que el silencio juega un papel decisivo. Y, ¡claro que lo juega! El silencio cómplice es el “velo de impunidad” que protege a los corruptos proveyéndoles de seguridad para ejercer su corrupción.
Hablo de “velo” porque no se trata de una sólida coraza garante de una impunidad blindada fruto de un silencio sepulcral. Casos hay protegidos por tamaño secretismo, pero la inmensa mayoría de las corrupciones nacen, se desarrollan y multiplican envueltas en silencios clamorosos cuando no atronadores; secretos a voces únicamente encubiertos por un velo que deja traslucir su existencia.
Puede sorprender que tanta corrupción crezca al abrigo de una impunidad amparada por algo tan frágil como un velo. La respuesta está en que no se trata de un velo hecho de material delicado, sino de uno tejido con hilos correosos; el miedo y la inmoralidad. Por miedo las personas pueden renunciar a discernir, renegar de principios y caer en la corrupción, pero sobre todo caer en férreos silencios cómplices que , entrelazados con la inmoralidad, se pretende disfrazar de obediencia debida o leal adhesión.
Parafraseando a Karl Popper no existen organizaciones éticas, solo existen personas éticas. Y siendo que detrás de cada decisión hay una persona, es ella la que escoge actuar éticamente o no. Pero si en el ambiente se promueven a diario usos y costumbres que exigen laxitudes éticas y morales a costa de la dilución de principios y valores, se propicia tal estado de degradación que su influencia pesa mucho para mal a la hora de decidir.
Si reducir la corrupción pasa por rasgar el “velo de impunidad”, sólo es posible rompiendo la “ley del silencio”. Pero, para ello, es primordial tomar conciencia de que esa laxitud ética y moral que, a tantos, tan a menudo resulta cómoda y conveniente, tiene, inexorablemente, un lado oscuro que se cobra su siniestro peaje, entre otras formas, en términos de corrupción. Hecho lo cual, rasgar el “velo de impunidad” requerirá promover un clima social sobre principios y valores que, robusteciendo la voluntad de actuar ética y moralmente, achique espacios a las tentaciones, repruebe y castigue toda corrupción, así como los silencios cómplices. De lo contrario estaremos condenados a vivir en una muy liberal, progresista y tolerante ciénaga de corrupción.
