Si la historia enseña que cuanto más egocéntrico es el poder más sumisión exige, también cabe aprender de quienes se mantienen erguidos hasta el final.
En su artículo “Tomás Moro, un abogado ejemplar”, José Gómez Cerda propone transportarnos a un tiempo, similar al actual, en el que la ley, el poder y el pueblo se enzarzaban en sobrevivir a costa de los otros. Con este espíritu, fiel a mi afición a las vidas de santos, aprovechando que las circunstancias políticas y el calendario invitan a ello, vengo a recordar la figura de aquél cuyo amigo, Erasmo de Rotterdam, definió como un hombre para todas las horas, en el que siempre se puede confiar.
Khalil Gibran (1883-1931), el poeta del exilio, nos dejó una lúcida máxima: La libertad es más noble que vivir a la sombra de la débil sumisión, porque aquel que abrace a la muerte con la espada de la Verdad en la mano, se eternizará. Retrata a santo Tomás Moro (1478-1535), patrono de gobernantes y políticos, decapitado por no someter al poder la Verdad, su conciencia y razón.
Brillante abogado, político, juez, diplomático y consejero real, siendo por su saber y honradez una de las personas más respetadas de Inglaterra y admirado humanista en Europa por su obra cumbre “Utopía”, en 1529 Tomás Moro es designado por su amigo Enrique VIII (1491-1547), Lord Canciller de Inglaterra; cargo que Moro aceptó, más por lealtad que por ambición, consciente de que no eran tiempos favorables.
A Moro le constaba que satisfacer los deseos de un rey tan egocéntrico sería ardua tarea. Lo que al parecer no creyó fue que Enrique VIII, orgulloso poseedor del título papal de Defensor de la Fe, obsesionado por anular su matrimonio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena y tener un heredero varón, llegase a romper con el papado y la Iglesia Católica. Tampoco sospechó que, traicionando su palabra, le sometería a una cruenta persecución para doblegar su voluntad, retorciendo a capricho la ley.
Todo el proceso contra Moro, como la propia Reforma Inglesa, se basó en mentiras disfrazadas de una aparente legalidad que exigía sumisión. Ni el pueblo que, apegado a su tradición católica había rechazado el luteranismo, ansiaba liberarse del supuesto “yugo papal”, ni los cargos contra Moro gozaron de veracidad alguna.
Buscando esa “legalidad parlamentaria” Enrique VIII nombró canciller a Moro confiando en que tan eficiente, respetado y leal servidor, aunaría las voluntades a su favor. Sabedor de la posición contraria de Moro a la nulidad de su matrimonio, pensó que, prometiéndole respetar su libertad de conciencia, éste no dejaría que sus convicciones condicionasen su labor política. Demostró desconocer las elevadas cualidades de Moro quien no sólo no aparcaría sus creencias ni corrompería la ley sino que las defendería con encomiable persistencia, convicción, pericia y sutileza.
Siendo la Iglesia su principal foco de resistencia, el rey, en 1532, dictó el documento elocuentemente titulado “Sumisión del Clero”, convirtiéndose en cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra y obligando a los prelados a renunciar a la obediencia papal. Al día siguiente Moro renunció a su cargo prometiendo no inmiscuirse en asuntos públicos y el rey simuló aceptarlo pacíficamente. Moro cumplió su palabra, pero el ejemplo de personaje tan ilustre y respetado resultó intolerable para el monarca llevándole a desatar una persecución “legal” en su contra para que cediese.
A la par que se promulgaban leyes reforzando el poder del monarca, se sucedieron las imputaciones de cargos contra Moro resultando encarcelado en 1934 por negarse a jurar el “Acta de Supremacía” que declaraba nulo el matrimonio con Catalina y repudiaba la soberanía papal. Pero fue difícil hallarle culpable, neutralizaba todas las acusaciones. Sólo recurriendo a un testigo perjuro, la ampliación ad hoc de la ley de traiciones y un tribunal sumiso, pudieron declararle culpable y condenarle a muerte. Sería decapitado un 6 de julio de 1535.
Tomás Moro no sólo preservo su fe y sus convicciones, además, demostrando que las leyes por las que le acusaban violaban la Carta Magna, defendió la primacía del derecho contra un “despotismo legalista” frente al que la inmensa mayoría se plegó: Prefiero padecer la injusticia, antes que cometerla, sentenció.
Venerado hoy como santo y mártir por católicos y anglicanos y admirado mundialmente como héroe de la resistencia y símbolo de integridad, aunque Tomás Moro perdió su juicio y su cabeza, no se sometió; se mantuvo erguido y ganó la eternidad.
PD: Por orden de Enrique VIII, tan dado su ego a decapitar a quien se interpusiese en su camino, los archienemigos de Tomás Moro, Ana Bolena en 1536 y Tomás Cromwell en 1540, seguirían sus pasos al cadalso. La primera acusada de adulterio, incesto y traición y el segundo, víctima de sus propios viles juegos de poder.
