La trampa de la mentira

Las sociedades que optan por el engaño cómodo frente a la verdad molesta acaban presas de iniquidades como las que resultan de diluir, a conveniencia, la linde entre lo legal y lo legítimo.

No hace falta ser doctor en leyes para percibir que comprar mayorías a cambio de indultos y amnistías pactados con sus beneficiarios, por muchos ropajes de legalidad en los que se envuelva apesta a vileza, infamia e injusticia. Tampoco se precisa ser un dechado de virtudes morales, basta no tener el sentido común corrompido por haberse acostumbrado a convivir con la mendacidad.

Por exceder el objeto de esta reflexión no entraré a analizar las causas que ha llevado a una extensa parte de la sociedad a asumir con normalidad la mentira. Me centraré en una de sus nocivas consecuencias; el estado de iniquidad alcanzado en España cuya más reciente y contundente evidencia ha sido el aval del TC a la ley de amnistía.

La querencia por la mentira no es la única causa del descenso a la sima de vileza en el que llevamos décadas embarcados, pero, por ser madre de la confusión, sí juega un papel estelar. Confundir es táctica mucho más eficaz y peligrosa que mentir sin ambages, supone derribar sutilmente las defensas frente al engaño diluyendo lo verdadero y falso  y disolviendo conceptos.

Una de las confusiones más exitosas ha sido la de inocular en el cuerpo social la idea de que legalidad y legitimidad son sinónimos, facilitando que este haya asumido auténticos despropósitos inicuos envueltos en legalidad. «¡Es legal!» arguyen sus promotores, corean sus partidarios  y  justifican, cuando les interesa, los adversarios. Pero, ¿acaso basta que algo sea legal para que sea lícito? Al parecer de tantas gentes confundidas sí. En lo que no reparan es en que suprimir la frontera entre legalidad y legitimidad es muy peligroso; mina el Estado de Derecho provocando que el sistema político se deslice inexorablemente al totalitarismo.

Dado el grado de inicua confusión alcanzado, teniendo en cuenta que existen poderosos intereses empeñados en consolidarlo y las nefastas consecuencias que entraña, cabe preguntarse qué hacer para preservar operativa la distinción entre legalidad y legitimidad. Seguramente habrá diversas respuestas expertas, pero no siendo perito en la materia me limitaré a sugerir algunas de sentido común.

La primera es dejar de ser tan dóciles a la mentira por incomodo que resulte y, sobre todo, no caer en la cómoda tentación de meter todos los engaños en un mismo saco, con el que hay que convivir, banalizando así los más peligrosos. Reconocer que, incluso entre mentiras, no todo vale, permitiría al menos acotar las más lesivas, caso de aquellas que propician la confusión de conceptos esenciales como legalidad y legitimidad.

Un indicio para detectar la gravedad de un engaño es el lenguaje con el que se presenta; cuanto más prolijo sea en términos atrayentes, políticamente correctos, ambiguos y moldeables, mayores peligros encierra. No obstante, difícil es sustraerse al engaño si se desconoce la diferencia entre los conceptos objeto de la confusión. Y, aunque la mejor defensa es la formación, dado que siempre será incompleta cobra especial relevancia una buena pedagogía. Acción que compete en particular a quienes gozan de auctoritas; escucharlos, sin prejuicios, siempre enriquece.

En este sentido, evitar ser informados aduciendo que se trata de cuestiones sesudas, amén de una invitación al engaño, es falso. Si cierto es que profundizar en lo legal y lo legítimo es materia para expertos, poder tener una idea lo suficientemente clara para que no nos confundan es relativamente sencillo: basta saber que legal es lo que está permitido por la normativa vigente, sea cual sea su rango, y legítimo lo que es justo, equitativo, fundamentado en razón -no sólo en mayorías- y moralmente aceptable.

Aplicando esta distinción se evidencia que, no siendo siempre todo lo legal legítimo ni todo lo legítimo siempre legal, los actos jurídicos deberían ser tanto legales como legítimos. Porque, presuponiendo que quienes ejercen un poder público actúan dentro del ámbito de la legalidad, la cualidad de la legitimidad impide el ejercicio arbitrario del poder. De ahí que, al sustraer de la ecuación la legitimidad subsumiéndola confusamente en la legalidad, se facilita la destrucción del Estado de Derecho.

A tenor de lo anterior, mis dos últimas sugerencias para preservar en nuestra sociedad la esencial distinción entre legalidad y legitimidad son; denunciar toda manipulación al respecto y ser coherentes, exigiendo en todo momento que se cumplan ambas cualidades y no sólo cuando interesa. No vale ser muy crítico con la ley de amnistía calificándola acertadamente de ilegítima y aceptar la del aborto que goza del mismo vicio.  Así opera la trampa de la mentira asumida por conveniencia y así se ahonda en la iniquidad.

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