Sucede que partir de supuestos previos equívocos lleva a errar. Así ocurre a menudo en el ámbito de la conservación de la naturaleza.
Entre quienes piensan que la naturaleza es un recurso para ser explotado a capricho y quienes creen que su valor intrínseco exige resguardarla de toda acción humana, existe un amplio margen. No obstante, siendo posiciones tan extremas como antagónicas, se asemejan en que ambas son erróneas por partir de los mismos presupuestos equívocos; una percepción sesgada de la utilidad y la negación del vínculo entre naturaleza y dignidad humana.
Apreciar algo por su utilidad no es en sí mismo malo, distinto es que se exagere este valor. Si en la “posición explotadora” esta conducta utilitarista es evidente, en el de la “posición proteccionista”, aunque más veladamente, también se da; véase la primacía otorgada a la utilidad de los valores intrínsecos de la naturaleza impidiendo toda intervención humana. Si mucho daño causa expoliar la naturaleza, también ocasiona perjuicios anteponer, sin considerar otros aspectos, la utilidad de un valor natural intrínseco, por ejemplo el cauce natural de un río, porque beneficia a la naturaleza.
Que, a resultas de gravísimos abusos, se haya agudizado una tendencia en extremo proteccionista, no ha hecho sino enconar las posiciones contrapuestas generando notables conflictos y problemas. A la postre no dejan de obedecer a una visión desenfocada de la naturaleza cuya raíz nos lleva al segundo denominador común mencionado, la desvinculación entre naturaleza y dignidad humana.
Siendo que la naturaleza tiene un valor inherente que debe ser protegido no cabe obviar que también posee un valor como recurso para el desarrollo humano. De ahí que sea preciso compatibilizar ambas percepciones, lo que exige superar visiones reduccionistas que lleva a posicionarse en uno u otro bando. Para ello es indispensable introducir en la ecuación un valor superior, la dignidad humana, único capaz de corregir esa visión desenfocada de la naturaleza que tanto abunda hoy en día.
En este sentido, la Constitución de 1978 acierta al abordar la protección del medio ambiente en su artículo 45: Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo. Así establece que el objetivo último de la protección del entorno es garantizar a las personas poder gozar de una calidad de vida adecuada para su desarrollo; un derecho coherente con la dignidad de la persona reconocida en el artículo 10.
Quizás alguno pueda pensar que, primando la calidad de vida para el desarrollo de las personas, la constitución promueve la “posición explotadora” en detrimento de la “proteccionista”. Nada más lejos, es una interpretación tan errónea como la que tantas veces se hace del Génesis. Lo que hoy denominan “ética ecológica” resulta que no deja de ser un remedo secularizado de la secular doctrina social de la Iglesia en la materia.
Reconocer que cuidar la naturaleza es un deber moral por cuanto el daño que se le inflige arbitrariamente atenta contra la calidad de vida y por ende contra la dignidad humana implica un cambio de perspectiva. Supone entender que valores intrínsecos como la biodiversidad, sustento de vida, deben ser protegidos fundamentalmente porque su función biológica posibilita un desarrollo humano digno; aspiración incompatible con un entorno indigno.
Y al hablar de un entorno digno no cabe considerar únicamente el bienestar material de hábitats o especies, ni tampoco exclusivamente aquél que provee bienestar material a las personas, engloba otras muchas necesidades humanas que permiten un desarrollo digno, desde espirituales e intelectuales hasta identitarias o paisajistas. Tantas como valores aporta la naturaleza al hombre. Por ello, como señaló el gran escritor Miguel Delibes (1920-2010), «la destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de este».”
Ahondando en este enfoque, leyendo a John Muir (1838-1914), cabe oírle exclamar «¡Mira! ¡La naturaleza rebosa de la grandeza de Dios!» pues así, vinculada a la dignidad humana enraizada en el Creador, percibía el fundador del movimiento conservacionista moderno la conexión del hombre con la naturaleza. Porque, como enseñó el maestro y papa Benedicto XVI «el libro de la naturaleza es uno e indivisible». Con frecuencia se olvida que «el hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza».
En suma, una visión no desenfocada de la naturaleza a de comprender que su derroche está íntimamente ligado a la degradación humana y social que comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros y que su protección pasa inexorablemente por proteger la dignidad humana otorgada por Dios.
