Adictos al Estado

En tiempos en los que, para afrontar problemas, prima pedir la intervención del Estado, es oportuno recordar las palabras de Tácito: “Cuánto más corrupto es el Estado, más leyes tiene.”

Al hilo del apagón eléctrico de hace un mes han aflorado opiniones de todo tipo, no pocas sorprendentes. Desde las que ofrecen soluciones para evitar que se repita un problema cuya causa no aclaran, hasta las que proponen medidas para corregir agravios  en el reparto de los beneficios generados por la producción y consumo de electricidad en España.

Entre tantas propuestas llama la atención la buena acogida que han merecido aquellas que implican un mayor intervencionismo estatal. Inquieta esa inclinación tan recurrente y bien aceptada de mirar al Estado para que resuelva los problemas interviniendo más. Parece que la adicción a una suerte de estatismo ha generado en amplias capas sociales tal dependencia que les ha incapacitado para afrontar dificultades sin mediar el Estado.

Sin remontarme a los orígenes ni adentrarme en sus causas lo que es un hecho es que, desde la Segunda Guerra Mundial y particularmente en Europa, la expansión del llamado estado de bienestar ha provocado un constante incremento del tamaño y peso del Estado cuyos tentáculos se han ido extendiendo por todos los ámbitos de la actividad humana hasta los más privativos.

Que la existencia de un Estado fuerte es conveniente, en tanto permite dotar de  seguridad y estabilidad a la sociedad posibilitando la prestación de servicios básicos a todos sus integrante, es algo razonable. Ahora bien, cuando su presencia pasa a ser excesiva, dejando de ser racional y moderada, el Estado se convierte en el mayor enemigo de los ciudadanos. Por ello resulta vital que las sociedades dispongan de contrapesos que posibiliten contener en su justa medida la inevitable intervención del Estado en la cosa público – privada.

Ahora bien, cuando a la sociedad, o mejor dicho a sus miembros, se les ha ido acostumbrando desde la política a delegar sus responsabilidades en el estado benefactor, su capacidad para contrarrestar el peso estatal se debilita hasta cursar en dependencia. Así, inmersos en esta corriente adictiva, los ciudadanos  ya no sólo aceptan mansamente que el Estado penetre en todos los órdenes de la vida pública y privada, sino que, ante las dificultades, su primera reacción es recurrir al Estado.

Esta deriva, que en el caso europeo y español ha sido evidente y creciente en las últimas décadas, ha conducido a un Estado omnipresente que, poco a poco, ha ido achicando los espacios en los que las personas puedan decidir libremente. Consecuentemente, al dejar de ejercitar plenamente esta facultad, muchos ciudadanos han ido perdiendo la fuerza y capacidad de actuar según su voluntad y de asumir responsabilidades. Situación que ha llevado a muchos autores a hablar de sociedades anestesiadas; esas a las que se les puede dictar desde la realidad que deben percibir y el lenguaje que deben emplear hasta lo que han de recordar y las ideas que han de tener.

Se trata de sociedades atrapadas en una espiral corrupta y destructiva. Crecientemente impotentes, mermados sus espacios de libertad que entregaron a cambio de bienestar, sus miembros han quedado apresados por un Estado que, habiendo sido a su vez colonizado por los partidos políticos sometiendo a su control todos sus resortes, hace tiempo que se alejó de su razón de ser transformándose en un instrumento a su servicio.

Corrompido así el benéfico estado de bienestar no es de extrañar que en estos neo estados omnipresentes aflore la corrupción. Su tamaño elefantiásico, la inmensidad del gasto público, que ya alcanza el 45% del PIB, unido a una progresiva concentración de poder, a la desnaturalización del estado de derecho y a una elevada proporción de ciudadanos anestesiados, ha permitido someter a la sociedad hasta límites insospechados, posibilitando que gobiernos sin escrúpulos campen a sus anchas.

Claro está que las sociedades anestesiadas no han surgido de la nada, han sido promovidas. El estado providencial lleva décadas alimentando la adicción a la dependencia proveyendo dosis diarias de sus mejores drogas; el riego persistente de ayudas y subvenciones y la imposición continua de regulaciones emanadas de una ingente maquinaria legislativa y burocrática asfixiante. Basta recordar que la producción normativa de la UE y de España se cuenta por millares al año abarcando todos los ámbitos de la vida y entrometiéndose en todos su resquicios.

Alguien dijo que para que un Estado fuese virtuoso debería ser pequeño. Algo imposible si cada vez que la sociedad se enfrenta a un problema su respuesta mayoritaria es que intervenga el Estado. Y este, cual insaciable leviatán, responde gustosamente regulando más. De ahí que convenga recordar a todos aquellos que rinden culto al Estado lo que señaló Tácito: “Cuánto más corrupto es el Estado, más leyes tiene.”

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