Escapistas

Antaño, para ver a un escapista en acción había que ir al teatro, hoy basta ver las noticias políticas. Evadir la responsabilidad se ha convertido en profesión bien retribuida y escasamente castigada.  

Dicen los entendidos que el ilusionista húngaro Houdini, nacido Erik Weisz (1874 – 1926), ha sido el mejor escapista de la historia. Su habilidad para liberarse de todo tipo de ataduras, desde esposas, cadenas y cuerdas hasta cajas fuertes, le convirtió en leyenda. Hoy la política produce pseudohoudinis a diario, pero con la diferencia de que el original ilusionaba, no engañaba ni rehuía un compromiso.

Los políticos escapistas de hoy son un destilado tóxico del cantamañanas de antaño. Ambos carecen de palabra y, ante la contrariedad, lo dejan para mañana. Pero, mientras el cantamañanas, procrastinador contumaz, aplaza sine die el compromiso por desidia, el escapista lo evade por interés. No es pereza lo que mueve a un escapista profesional sino un espíritu ruin dominado por el miedo.

Enfrentados a asumir la responsabilidad por un acto u omisión, los escapistas reaccionan instintivamente rehuyéndola. Para ello no dudan en recurrir a todo tipo de tretas; niegan la mayor y, mostrándose ofendidos, se ponen a la defensiva. Unas veces se escudan envolviéndose en banderas, cargos e instituciones y otras, tirando de victimismo, recurso  que funciona bien en una sociedad tan sensiblera. Y cuando las excusas defensivas no bastan para escaquearse, pasan a la ofensiva desviando la culpa señalando a otros, aireando trapos sucios ajenos o desacreditando a quienes osan exigirles responsabilidad.

Tampoco es que los políticos profesionales del escapismo sean unos maestros en el arte de la esquiva. Aunque alguno a veces es ingenioso la mayoría, aun creyéndose astutos, son tan torpes como indignos. De ahí que hoy sea costumbre asentada que desde el partido o del gobierno se les provea del argumentario al que deben atenerse. Conscientes de la necedad del escapista medio, desde sus jefaturas ordenan que se ajusten a un guion que repiten cuales loros, pues si algo saben hacer es obedecer la voz del amo. Incluso los hay que, para disimular, son capaces de reírse de sí mismos. 

No hace tanto nuestros mayores nos enseñaron que la responsabilidad es una oportunidad para demostrar quien se es, que la manera de afrontar cada reto define a las personas más que sus palabras. Nos explicaron que el respeto a uno mismo es proporcional a nuestra disposición a aceptar nuestras responsabilidades, que de ello depende la excelencia y grandeza. Nos señalaron que en el trabajo se pueden delegar cometidos y funciones, pero nunca el compromiso ni la responsabilidad que entraña. Nos hablaron de que en la vida los que realmente lideran son aquellos que asumen responsabilidades, no los que las evitan y menos aún quienes las burlan de manera torticera.

Sin embargo, en estos tiempos en los que la desvergüenza cotiza al alza en política, tanto como los principios a la baja, esquivar y negar responsabilidades está a la orden del día. El gobierno, que tanto habla de enfangar, es una máquina de producir lodos para ocultar sus responsabilidades y, como lo malo, que a diferencia de lo bueno se contagia sin esfuerzo, otros gobernantes no le van a la zaga.

En este ambiente es fácil ejercer el escapismo, pero ello no significa que carezca de consecuencias ni que el escapista pueda evitarlas como se constata a diario. Cosa distinta es que demasiados no lo quieran ver. Unos, los afines, porque los escapistas les venden exitosamente sus guiones y otros, tan incautos como flojos de principios, porque no queriendo alterar su zona de confort, optan por restarle importancia.

Dice un proverbio que si cada uno barriera delante de su puerta, ¡qué limpia estaría la ciudad! Para frenar esta epidemia de escapismo bastaría que cada cual asumiese la responsabilidad de rechazar y reprobar a los portadores de virus tan nocivo.  Ya lo dijo  el  padre del ensayo Michel de Montaigne (1533 – 1592), “A nadie le va mal durante mucho tiempo sin que él mismo tenga la culpa.”

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