Entre alarmas sanitarias, seguros anti okupas o alertas meteorológicas y de riesgos varios faltaba el kit de supervivencia de la UE. En la política y en el mercado parece haberse impuesto como lema el viejo adagio “el miedo guarda la viña”.
Asustar y alarmar siempre ha sido una fórmula muy efectiva para mantener ocupada y sometida a la población a la par que excusa para adoptar todo tipo de medidas de difícil justificación y vender los más variados remedios. Hoy, dicho recurso, no sólo sigue estando plenamente vigente sino que ha ido a peor porque ahora son mucho más diversas las fuentes de posibles miedos y muchísimo mayores y potentes los canales para su difusión.
Si entre los principales logros que se atribuyen las sociedades que se dicen avanzadas está el de ser notablemente más seguras que las de antaño, a la vista de tantas alarmas y miedos imperantes o bien dicho mérito no es tal o algunos engañan más de la cuenta. Probablemente se dé una combinación de ambas causas. Lo que no hay duda es de que si bien las sociedades y las vidas siendo más complejas entrañan más riesgos, entre la ineficiencia de unos y el abuso de otros los miedos se han multiplicado.
Dudo que a lo largo de la historia las sociedades y sus estados hayan dispuesto de tantos y tan extraordinarios medios para dotar de mayor seguridad a las personas que los que poseen hoy en día los países desarrollados. A costa de un enorme esfuerzo económico a cargo de los ciudadanos, las administraciones, desde las locales, pasando por las territoriales y estatales hasta las supranacionales, cuentan con un tupido enjambre de medios y organismos que se supone tienen como finalidad proveer seguridad en los más diversos ámbitos.
Que dado este inmenso escudo protector nos hayamos instalado en una suerte de estado de alerta permanente da que pensar. Ya no se trata sólo de que ante determinadas calamidades como la pandemia del Covid o las inundaciones de Valencia la capacidad de respuesta haya sido tan lamentable y los daños por la inseguridad tan dañinos y elevados, sino que en el día a día dicho escudo más que protector parece alarmador.
De una parte los gobernantes, más que afanarse en velar por que los ingentes medios a su disposición funcionen correctamente, parecen haber optado por cubrir su responsabilidad emitiendo todo tipo de avisos y alertas a la población. Nunca antes habíamos sido sometidos a semejante aluvión de alarmas. Como si los ciudadanos no tuviesen suficiente con tener que afrontar todos los riesgos que les son propios en su quehacer diario. Que ello beneficia a los políticos parece evidente, pero no así a los gobernados que pagan un creciente peaje en intranquilidad y dinero.
Por otro lado tanto miedo también rinde supone un magnífico negocio. Junto a los proveedores de todo aquello que tiene que ver con la seguridad en general, cuyo volumen de negocio no hace sino crecer, están aquellos que se benefician de la exacerbación de riesgos cotidianos concretos, incluyendo los medios de comunicación. Y ni que decir de quienes directamente han convertido en gran negocio, manteniendo a la gente en vilo, toda una gama de fraudes telefónicos y por internet, algunos con nombres tan inquietantes como smishing y vishing ante los que las autoridades, al parecer impotentes, sólo saben alertar de lo que no se debe hacer.
Obviamente vivir bajo semejante sobreexposición de alarmismo es del todo insano por no decir indigno, pues aquel que se deja someter por la tiranía del miedo acaba esclavizado. Es cierto que hace falta coraje para evitar hacernos a una situación con la que, aunque perniciosa, nos arreglamos. Pero ante tanta alerta amenazante si se desea mantener la ilusión por vivir no cabe claudicar. El corazón que está lleno de miedo, ha de estar vacío de esperanza. (Fray Antonio de Guevara).
