Estando en auge la secularización, no es seña de modernidad hablar en positivo del sufrimiento. Se tiende al lamento y a buscar culpables, incluyendo a Dios, pero hay otra forma más esperanzadora de percibirlo.
Ante graves sufrimientos y calamidades no es raro que, dada nuestra limitada capacidad de comprensión, busquemos culpables cayendo en la tentación de alzar la vista a Dios. Unos para justificar su negativa a creer en Dios y otros percibiendo el sufrimiento como efecto del castigo divino, vinculándolo a los pecados personales de quienes lo padecen.
¿Acaso es así, estamos sujetos a un Dios perverso y vengativo? No será que esta visión responde a una manera humana de reaccionar frente a quienes nos afrentan que atribuimos también a Dios. Si algo se descubre leyendo los evangelios es que la perspectiva de Dios sobre el sufrimiento es distinta a la de los hombres, hecho que Jesús no se cansa de reiterar en us enseñanzas; tan vigentes que siguen impactando a quienes las escuchan con la mente y el corazón abiertos.
En estos días cuaresmales en los que la liturgia se nutre de textos que invitan a reflexionar y madurar en la conversión, en el Evangelio de San Lucas (13, 1-9) Jesús aborda precisamente el tema del sufrimiento, una de las cuestiones que más han preocupado a los seres humanos de todos los tiempos. Y lo hace enseñándonos dos perspectivas nuevas y complementarias; la del sufrimiento humano como punto de partida para la introspección y la conversión y como signo para la esperanza.
En la primera parte de la enseñanza Jesús ofrece a sus interlocutores una lectura muy distinta a la que estos hacen de unos hechos luctuosos. Comienza pidiendo abandonar esa actitud equívoca de interpretar las desgracias como castigos a pecadores, invitando a identificarse con quienes las sufren, a ver en sus rostros el reflejo de nuestras propias debilidades y carencias. Llama a interpelarse sobre la fragilidad de la condición humana y la precariedad de la existencia; recordatorio muy necesario hoy en día en que el ambiente está cargado de autosuficiencia. Enseña que las calamidades deben afrontarse no como un pena sino como una oportunidad para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios y fortalecer nuestra fe.
Y si por un designio inescrutable es en la adversidad donde los seres humanos se crecen, en la segunda parte del evangelio Jesús retrata la gracia divina en la que debemos confiar para no sucumbir. Para ello recurre a una parábola, la de la higuera, sita en una viña, que lleva tres años sin dar fruto. En el relato el viñador, Jesús, pide al dueño de la viña, Dios, un tiempo de gracia antes de cortar la higuera y le es concedido.
Con esta parábola Jesús enfatiza la paciencia de un Dios que hace todo lo posible para que cultivemos el fruto del arrepentimiento. Un Dios que no quiere la desgracia del pecador, sino que se convierta y viva incluso más allá de la indefectible muerte física. A la par Jesús también subraya que siempre contamos con su ayuda como muestra lo que dijo el viñador: Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás'».
De esta forma Jesús nos enseña que Dios nos da un tiempo de gracia tolerando las actitudes humanas por amor y misericordia, ofreciéndonos el auxilio gratuito para responder a su llamada y llegar a ser partícipes de la naturaleza divina y de la vida eterna. «Dios usa el sufrimiento para hacernos más como Cristo» (Ro 8:28-29).
No obstante, la conversión no llega sin esfuerzo, no se reduce a una práctica o plegaria piadosa, exige concretarse cotidianamente en actitudes y obras. Y no son pocos los que lo han conseguido, ahí tenemos los ejemplos de tres conversos de nuestra época que encontraron a Dios en el sufrimiento: El venerado médico japonés Takashi Nagai (1908 – 1951) en el desierto nuclear de Nagasaki y los premios nobel de literatura de 1970 y 2024 Aleksandr Solzhenitsyn (1918 -2008) y Jon Fosse (1959), uno en los campos de concentración soviéticos y el otro en la desesperación del alcoholismo.
Muchas son las vidas que hacen del dolor y el sufrimiento fuente de amor y paz sin mostrar resentimiento hacia nadie, ni maldecir a Dios. La inmensa mayoría pasan desapercibidas, pero la historia de la humanidad está jalonada de infinidad de seres anónimos que, bebiendo a diario de la copa de la amargura ,transforman sus ácidos tragos en dulce esperanza. No son menos vulnerables al sufrimiento ni más resistentes al dolor o la pena; como los verdaderos valientes también sienten el miedo. Tampoco es que se hayan resignado a padecer. Sencillamente son más sabios y han sabido aprovechar su tiempo de gracia.
