Evitar la equívoca caridad

En tiempos agitados, cambiantes y confusos, la prudencia y el saber que todo en esta vida tiene un orden y una prioridad cobran pleno significado.

Para guiarnos, la Iglesia, como buena madre, nos brinda hitos y tempos. Quizás  sea casual que los profundos reajustes de todo orden que están teniendo lugar y las trascendentes decisiones que exigen, coincidan con el inicio de la Cuaresma.  En todo caso, es una feliz oportunidad la que nos ofrece este tiempo que invita a la introspección y reflexión para meditar y ayudarnos a discernir, optar y actuar con mayor coherencia y acierto.

Entre las diversas reacciones que tantos y tan acelerados cambios han suscitado destacan las múltiples voces alzadas estos días reclamando lealtad, paz, solidaridad y justicia. Y está bien que así sea, pues buenas y necesarias son estas virtudes y anhelos. Ahora bien, al prestar atención a tantas y convenientes reivindicaciones se observa que, salvo honrosas excepciones, la mayoría se dirigen a terceros, ya sean dirigentes políticos, instituciones o estados.

Desde la barrera personal, sin salir de uno mismo, es frecuente la tendencia a reclamar comportamientos sin pararse a pensar en qué medida los propios  concuerdan con los demandados. ¿Acaso en nuestra vida cotidiana somos todo lo leales, pacíficos, solidarios y justos que exigimos a otros?

Parece como si se creyese que la provisión de estas benéficas actitudes corresponda únicamente a ciertos estamentos. Cierto es que quienes tiene más poder para hacer el bien tienen mayor responsabilidad, pero ello en absoluto exime de la suya a cada persona. De hecho, es la integración de los comportamientos individuales la que, a la postre, da la medida y el tono ético de las sociedades.

Además de dirigir las demandas a terceros, también es usual que muy raramente se apliquen al entorno más próximo. Gusta pedir paz, justicia o solidaridad para gentes o pueblos más o menos lejanos mientras se tiende a olvidar cuanta necesidad hay de que reine  la paz, la justicia o la solidaridad en la familia, el trabajo, con los amigos o vecinos, en el barrio, la ciudad o en el propio país.

Sin duda es loable preocuparse por todas las personas vulnerables del mundo y, en la medida de lo posible, procurar ayudarlas. No obstante, deja de serlo si a la par nos olvidamos de aquellos que tenemos más cerca, padres, abuelos, parientes enfermos, vecinos solos, amigos o compañeros necesitados y tantos otros seres próximos. En este caso estamos ante el ejercicio de una equívoca caridad que tiene más de filantropía impersonal que de genuina caridad personalizada. Actitud que, por mucho que abunde y tenga tanto reconocimiento y visibilidad social, merece una profunda reflexión sean cuales sean las creencias.

Para los creyentes, habiéndonos hecho Dios a su imagen y semejanza, la caridad debe procurar asemejarse a la suya; personal, gratuita y universal. No obstante, dado que no somos omnipotentes y no podemos abarcar en nuestra acción a todos los seres del universo, al ejercitar la caridad debemos atenernos a un orden y a unas prioridades.

Así, según el mandato divino primero debemos amar a Dios sobre todas las cosas y, seguidamente, al prójimo como a nosotros mismos. Ahora bien, siendo la  medida que se nos ha puesto para amar al prójimo el amor que nos tengamos a nosotros mismos, la caridad bien entendida debe empezar por uno mismo. Sin anteponer el  amor propio, procurando evitar aquello que denigra nuestra dignidad, si lo devaluamos, al prójimo sólo podremos ofrecerle una caridad devaluada.

En esta misma línea, dada la ingente necesidad de caridad existente entre nuestros prójimos y nuestras limitadas capacidades, también es preciso  que administremos la caridad con orden y prudencia. Sin ser una regla moral absoluta, pues las necesidades y prioridades concretas pueden variar, parece razonable que, al igual que en tantos otros ámbitos de la vida, al ejercitar  la caridad atendamos primero a los más próximos, familiares, compañeros, vecinos y compatriotas y vayamos extendiendo nuestro radio de acción.

Atender prioridades lejanas al coste de desatender las próximas es una solidaridad mal entendida. Por ello, inmersos en tiempos tan volátiles y revueltos, meditar sobre la administración ordenada y prudente de la caridad permite discernir y optar con  mayor coherencia y acierto sin confundir prioridades. Evita caer en equívoca caridad y las negativas consecuencias que acarrea no pocas veces muy graves.

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