De la envidia a Dios

Si los designios del Señor son insondables e inescrutables sus caminos (Rm 11-33), infinitas son sus formas de manifestarse.

No era ni mucho menos la primera vez que lo experimentaba y seguro que se repetirá en el futuro. En esta ocasión el sentimiento de envidia lo provocó la lectura de la novela “Un caballero en Moscú”. Al momento de concluir el libro sentí envidia del talento de su autor Amor Towles. Sí, experimenté ese deseo de algo que no se posee, pero exento de maldad alguna. Como otras veces, la sensación de envidia sana además de suscitarme gratitud me llevó a percatarme de la cercanía de Dios.

Algunos niegan que la envidia sana exista. También Jorge L. Borges comentaba que  la envidia es tema muy español, tanto, afirmaba, que para señalar que algo es bueno los españoles dicen: es envidiable. Asertos ambos a mi juicio falsos. Primero porque el ejemplo que pone el gran escritor argentino para sustentar su reproche, y que atribuyo a su ambigua relación con la cultura española, carece de fundamento, pues también en inglés y francés se emplea el término enviable con idéntico significado. En segundo lugar porque la envidia sana sí existe.

Podrán llamarle admiración, pero el sentimiento de agrado y estima que surge al ver o conocer algo o a alguien con cualidades extraordinarias sin que conlleve desear mal alguno es una realidad innegable. De hecho creo que, entre gentes sanas, es más frecuente sentir admiración y asombro que padecer esa envidia que “va tan flaca y amarilla porque muerde y no come” como agudamente la describió el genial Quevedo.

Por otra parte, como todo lo que sentimos, la envidia no deja de ser una fuente de información que según la gestionemos puede llevarnos por un camino u otro. Aquel dominado por carencias propias, al envidiar tiende a odiar a quien le recuerda su inferioridad deseando que al otro le vaya peor y que quede privado de sus cualidades y logros. Por ello, en el purgatorio de Dante, el castigo para los envidiosos era el de cerrar sus ojos y coserlos, porque habían recibido placer al ver a otros caer. Sin embargo, cuando la envidia es sana, ese sentimiento de admiración causa felicidad e invita a la reflexión pudiendo ser una poderosa fuente de inspiración.

En mi caso, al concluir el envidiable libro de Towles, la admiración que sentí me llevó más allá de la gratitud al autor por lo mucho que había disfrutado y aprendido con su lectura. Como en tantas otras ocasiones en las que he tenido la oportunidad de admirar desde paisajes a obras humanas, me indujo a pensar sobre los infinitos caminos que Dios escoge para manifestarse y, entre ellos, las obras del ingenio humano, incluso las menos buenas. Porque, como recomendó la gran poetisa de la naturaleza Nan Shepherd refiriéndose al paisaje, «Si se ama el lugar, experimentad tanto sus sitios apacibles como los azotes de la tempestad. Ambos aspectos son su naturaleza.”

Siendo sus designios insondables, así de enigmático es cómo reparte el Señor los dones del talento que todos recibimos para hacer el bien. Que luego, ejerciendo la libertad que nos ha concedido enterremos el talento recibido, lo malgastemos empleándolo para el mal o lo hagamos fructificar para el bien, ya es cosa de cada cual. Así, lo que para mí encierra esa envidia sana provocada por algo bueno es en el fondo el reconocimiento del Dios personal que ha dotado de tan envidiable talento al envidiado.

En su precioso poema -oración “En busca de Dios”, el controvertido jesuita Teilhard de Chardin expresa su deseo de encontrar a Dios a través de la oración, la naturaleza, los sacramentos, las personas y en sí mismo antes de encontrarse cara a cara con Él. “¡Necesito sentirte alrededor!” exclama. A mi entender observando lo que nos rodea, desde el objeto más sencillo hasta las obras más complejas, resulta admirable poder ser testigos cotidianos de las infinitas formas que tiene Dios de hacerse presente a través de todo el talento que encierran.

Conocida es la cita de santa Teresa de Jesús sobre que Dios está en todas partes, incluso entre los pucheros de la cocina. Metáfora que nos habla de que es posible un encuentro permanente con Cristo en la cotidianeidad. Y tan cierta es la alegoría que, hasta sintiendo envidia (sana), puede uno descubrir que el Señor está más presente de lo que muchas veces pensamos.

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