“Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa.” (Demócrito)
De las temáticas que siempre han sido del gusto de burladores, las relativas a creencias religiosas se han convertido en una de sus dianas favoritas. Y, ciñéndonos al tipo de mofa vulgar e hiriente, lo religioso, particularmente lo cristiano, pasa a ocupar lugar destacado en el patético palmarés de la befa.
La frecuencia y grado de escarnio alcanzado de creencias, ritos y símbolos cristianos en países considerados civilizados y tolerantes, caso de España, está en línea con el aumento de uno de los principales objetivos de la persecución en el mundo; la religión cristiana. Contrariamente a lo que cabría esperar de sociedades que abanderan la salvaguardia de las más variopintas sensibilidades, la burla procaz con ánimo hiriente de los sentimientos cristianos lejos de atajarse se ha normalizado.
En un espacio de tiempo relativamente corto, al igual que el insulto y la descalificación se ha venido imponiendo al argumento y el diálogo, la cristianofobia ha ganado terreno y adeptos. Auspiciada por un progresismo victimista que, viendo en la religión su mayor enemigo busca liquidarla atribuyéndole todos los males, la aversión a la fe católica en particular no ha hecho sino crecer.
Digno de mención, por la influencia que tienen, es el caso de esos “intelectuales” que, dotados de cultura y talento, ejercen una suerte de cristianofobia compulsiva ajena a toda racionalidad. Sin ser un comportamiento novedoso, hoy es frecuente constatar como en sus intervenciones y escritos, traten de lo que traten, acaba por aflorar su cristianofobia. Dominados por ella, toda rigurosidad y ecuanimidad queda anulada en contra de la fe.
Lo cierto es que poco se distinguen de aquellos que culpan de la iniquidad existente al objeto de sus fobias personales o grupales; ya sean los hombres, los blancos, la familia tradicional, los empresarios o Cristóbal Colón. Cabría recordar a estas “mentes brillantes” que, por analogía, podrían atribuirse todas las injusticias del mundo a la intelectualidad en general; ellos incluidos.
En este clima y al amparo de la sacralización de un concepto de libertad de expresión acomodaticio según afecte al poder, ha proliferado la burla y el escarnio anticristiano. Un tipo de humor execrable cuyo principal damnificado por cierto es el burlador. Porque si el buen humor alegra, facilita relaciones, reduce tensiones y evidencia otras perspectivas de la realidad, el zafio, cargado de ponzoña con ánimo de herir, es tóxico.
Puede que le genere cierto placer al burlador concitar notoriedad y admiración entre afines por su apariencia heroica de resistencia frente a la causa compartida de su infortunio, en este caso la religión. Pero, la frustración que produce la incapacidad de la burla para sofocar el odio que la propicia y su efecto pernicioso al retroalimentar el rencor que lo genera, hace que la mofa hiriente sea autodestructiva.
De siempre, cuando se carece de argumentos, mofarse, desacreditar ridiculizando al contrario, ha sido fórmula recurrente empleada particularmente por gentes mediocres. No obstante, aunque el dicho popular ya señala que “no hay burla tan leve, que aguijón no lleve”, una cosa es restarle mérito a algo o a alguien utilizando la broma y otra muy distinta el escarnio que busca ofender y humillar vengativamente.
Hoy, lamentablemente, en un ambiente de cristianofobia, victimismo y resentimiento alentado por postulados políticos que encuentran en ello su razón de ser y amparado en la ignorancia reinante y la irresponsable tolerancia de no pocos creyentes y de parte de la jerarquía, hacer públicamente escarnio de la religión católica se ha erigido en un rasgo definitorio de la época.
Pero, como señalaba, el vicio extendido de la mofa anticristiana asimilado por élites que se creen modernas no es novedad y, como muestra la creciente persecución de cristianos en el mundo, tampoco lo son sus consecuencias. En su libro “Verdades y Mitos de la Iglesia Católica”, el sacerdote e historiador Gabriel Calvo Zarraute, ofrece un buen ejemplo.
Entre la alta sociedad francesa del Ochocientos la mofa, como puerta de entrada a ideologías opuestas a la religión, era acogida con una “frívola amoralidad”. Más tarde, uno de sus protagonistas, el conde de Segur, reconoce su irresponsabilidad: «Nosotros, la joven nobleza francesa, sin nostalgia del pasado y sin inquietud por el porvenir, marchábamos alegremente por una alfombra de flores que nos ocultaba un abismo». Ese abismo tenía forma de guillotina, pero antes de que muchos de aquellos aristócratas pasasen por ella, había segado el cuello de miles de sacerdotes, religiosos y católicos de a pie que habían sido objeto de mofa y befa en sus tertulias.
