¿Alguna vez te has preguntado por qué a la mayoría de los niños les fascinan las historias con personajes malvados?
Si no eras de los que disfrutaban con relatos inquietantes de seres malévolos en tu infancia o ya se te olvidó, basta pasar algún tiempo con críos para comprobar que los cuentos de miedo les encantan. Y nunca mejor dicho porque no es que solo les gusten o atraigan, su poder es mucho mayor; les cautivan. Más que permanecer atentos, los niños, al escuchar historias de gigantes, ogros, brujas y demás seres terribles, quedan ensimismados. Deben sentir una emoción extraordinaria porque superado el clímax, cuando el siniestro personaje es vencido y humillado, con la misma expresión de alivio y alegría exclaman: ¡Otra vez!
Da igual la cultura o el tiempo, en todas las épocas y países a lo largo de la historia se han relatado cuentos de todo género de seres espantosos que han hecho las delicias de los más pequeños. Seres feos, malos, malísimos y dañinos que, tras engañar, intimidar y asustar a los más indefensos, siempre acaban derrotados aunque nunca dejan de ser protagonistas. Porque aun cuando a pesar de su astucia, fuerza, brutalidad o malas artes, terminan cayendo vencidos por el héroe o la heroína cuyo valor les supera, son ellos los que dan vida a la historia. Sin malo sencillamente no hay cuento. A lo más puede ser sólo uno de hadas bondadosas, pero esos ya entran en otra categoría que ni de lejos causan la misma sensación.
Claro está que los niños pueden sentirse identificados con el personaje que se enfrenta y gana al malo y que tantas veces da título a la narración, pero quien realmente les atrae hasta la fascinación es el que les asusta y, entre tantos como la imaginación ha engendrado, no hay otro que supere al lobo feroz. Si fuese psicólogo infantil igual entraría a analizar los motivos de dicha atracción hablando de causas como el yo salvaje indómito que todos llevamos dentro que se ve constantemente refrenado en la infancia; ese instinto básico que nos induce a abusar del débil. Pero como no lo soy y no me gusta meterme en profesiones ajenas, me limitaré a señalar, en mi condición de padre y abuelo, que la figura del lobo feroz, más que otras si cabe, reúne dos condiciones que le hacen insuperable.
La primera y fundamental es que el lobo feroz encarna todo lo que asusta; es grande, feo, se oculta, y aparece por sorpresa. Con garras afiladas, dientes y boca enormes, ya sólo su mirada fiera, espantosa, airada y terrible infunde pavor. Pero aun siendo la viva imagen del peligro que acecha, no deja de ser un tipo un tanto ingenuo y, a la vista de un niño, hasta un poco tontorrón. Por mucho que se disfrace o intente disimular y consiga provocar miedo, a todo niño inteligente no termina de engañarle. Así que, cuando el lobo es descubierto, atrapado o mejor aún humillado y espantado el gozo que siente el crío es maravilloso. Si hacía un instante le invadía una sensación de temor, ver al lobo ridiculizado y comprobar que él tenía razón, que más que feroz era tonto, le causa tanto placer como el subidón que le produjo su mirada amenazante. Por eso no es de extrañar que quiera repetir.
