A orillas del Cantábrico, mar y montaña cohabitan. Cuales divas, compiten por mostrar su grandeza a moradores y foráneos formando cuadros espléndidos, pero rara vez se funden, más bien se complementan. Separadas por arenales, roquedales y acantilados, en un eterno velar, nunca se pierden de vista siempre atentas a copar el primer plano. Hasta en los días encapotados y cuando las nieblas difuminan los paisajes con sus velos, ambas dejan sentir su presencia. Sólo la inmensidad del cielo, con sus amaneceres y crepúsculos puede restarles protagonismo pero no eclipsarlas, pues aún caída la noche, luciendo el firmamento todo su esplendor, mar y montaña hacen para dejarse ver.
Pero siendo grande su poderío, no lo es tanto como para decidir cuál será la prima donna en cada temporada. Otros son los actores que les marcan los tempos y, entre ellos, no menor es el papel de los espectadores. Así, en la temporada veraniega en la que nos encontramos, son los nómadas estivales que se allegan al Cantábrico en busca de aires frescos los que deciden las prelaciones. Cierto es que la montaña atrae a muchos, pero basta adentrase un poco desde la costa para sentir sus soledades. Es la mar, con los cantos de sus tentadoras playas, la que acapara mayor atención. Y no es que los trinos y sones de montes y valles pierdan en el estío su voz ni aminoren sus galas, es que, cuando el sol brilla, el astro rey pone su foco en las doradas arenas y cristalinas aguas sublimando los encantos de la mar.
Terciando el verano, a medida que la luz pierde fuerza, los días se acortan y los nómadas van marchando en retirada, la montaña va recuperando el primer plano. No es que la mar deje de tener días de gloria que los brinda y cuando se dan son magníficos, es más bien que la montaña se hace más presente. Poco a poco, sin previo aviso comienza amudar sus vestidos y entre los mil tonos de verde surgen matices dorados y ocres cuyas avanzadillas, como los maizales, invitan a tornar la mirada de la mar al monte. Pero no contenta con ello, por si algún bañista tardío sigue ensimismado con los cantos de sirenas, la montaña baja a la costa anunciándose con sus voces y sabores.
Si la festividad del Carmen trajo los ecos de la mar y la de la Ascensión marcó su cénit veraniego, a partir de la Natividad de la Virgen a todas las orillas del Cantábrico van arribando los sones de la montaña. A doquier se suceden concursos de perros de pastor, arrastres de bueyes, ferias de ganado y artesanía, subastas de quesos y otras tantas muestras que de sus riquezas nos trae la montaña. Pareciese como si nos quisiese decir que ya falta poco para que, cuando la mar se vuelva fría y distante, ella estará ahí para acogernos con todo su repertorio otoñal. Y así es que, puntual como siempre, a medida que el estío va tocando a su fin, la montaña vuelve a ser la prima donna.
