Sentado en una terraza oigo una sirena, miro alrededor; nadie se inmuta. Se escucha una segunda y una tercera, alguien hace un comentario y sigue a lo suyo. Cuando era pequeño una sirena despertaba interés, hoy es un ruido más de la ciudad. Hace falta que suenen muchas y concentradas para que les prestemos alguna atención y, aún y así, salvo casos contados, al rato volvemos a nuestros asuntos. Con la sobredosis de alarmismo social a la que nos tienen sometidos está sucediendo lo mismo.
El otro día me enteré por casualidad que alguien había pronosticado que estamos a 100 segundos del fin del mundo. Será una broma me dije. Pues no, efectivamente, el Boletín de Científicos Atómicos, fundado en 1945 por Albert Einstein, puso en hora el pasado mes de enero su «Reloj del Juicio Final» ajustando el fin del mundo a 100 segundos. El que algunos llaman «Reloj del Apocalipsis» es, según sus promotores, un prestigioso indicador de la vulnerabilidad del mundo a las amenazas que pueden causar su desaparición.
Cada año una junta de expertos y su consejo asesor, en el que figuran trece premios Nobel, ajustan la cuenta atrás. En 1947, cuando pusieron en marcha el reloj, la amenaza nuclear les llevó a situar las manecillas a 7 minutos de la medianoche. En el año 2020 lo pusieron a 100 segundos y este año decidieron dejarlo igual; lo más cercano que ha estado nunca del apocalipsis. Sin entrar en el sesgo de los criterios utilizados para poner en hora el reloj, lo relevante de su historia es comprobar cómo en los últimos años el número de amenazas no ha hecho sino crecer.
Por lo que yo recuerdo no he conocido década sin alarma global. Unas me han acompañado toda la vida, otras, pocas, se diluyeron y las más van y vienen a oleadas. Y así, con mayor o menor acierto, hemos ido sorteando los peligros o conviviendo con ellos intentando ser felices. Pero de un tiempo a esta parte parece que algunos se han empeñado en subir el listón y mantenernos en un angustioso estado de alerta.
Hoy, a la permanente y nada despreciable amenaza nuclear, se le han venido sumando toda una colección de peligros con un denominador común; todos son críticos, urgentes y ponen en riesgo la supervivencia del planeta. Claro está que, según quien haga la selección, unos son más amenazantes que otros. Así para el citado boletín las principales fuentes de peligro son el riesgo nuclear, el cambio climático y las tecnologías disruptivas. Pero como estas no deben ser suficientes añade que la humanidad también se enfrenta a otros peligros amenazantes. Los ciberataques, las noticias falsas, la inteligencia artificial, los populismos y la desinformación, obligan a estar alerta. Y eso que el Covid 19, siendo muy grave, no se ha considerado un riesgo existencial y que otros males como el terrorismo ni se mencionan.
Pero eso sí, como todos los buenos alertadores los relojeros del último día también atisban claros y auguran que hay señales para la esperanza. Como no podía faltar, los proveedores de sobredosis de alarmismo primero acongojan y luego te presentan a un salvador. Así, tras darte a escoger entre susto o muerte, el boletín afirma: «Pero en medio de la penumbra, vemos algunos desarrollos positivos. La elección de un presidente de EE. UU., que reconoce el cambio climático como una amenaza profunda y apoya la cooperación internacional y las políticas basadas en la ciencia, pone al mundo en mejores condiciones para abordar los problemas globales.»
¡Memos mal! Ya me puedo acostar tranquilo. Aunque no sin cierta inquietud porque poco ha tardado el presidente Biden en añadir un nuevo y sistémico peligro a la cesta. «La peor amenaza que enfrenta nuestro país son los supremacistas blancos» afirmó en su discurso a 100 días de gobierno. Con la duda que me quedo es ¿a cuantos segundos hubiesen ajustado las manecillas los relojeros del apocalipsis de haber conocido esta amenaza por ellos ignorada? Habrá que estar atentos a las campanadas del juicio final del 2022. Entre tanto con lidiar cabal y dignamente el día a día procurando ser felices vamos servidos. Otra cerveza por favor.
