Dos columnas y un general

Hubo un tiempo en que estuvieron muy de moda en ferias y atracciones los espejos cóncavos y convexos. Mayores y pequeños disfrutaban viéndose agrandados y deformados. Hoy las pantallas mediáticas han ocupado su lugar engrandeciendo lo que no lo es tanto.

Vivimos tan pegados al momento, donde todo lo inmediato se aumenta y deforma  en demasía que, para mantener pies en tierra, conviene tomar distancia. Alejarse de reflejos cóncavos y convexos de plasma, sosegarse y alzar la vista permite recobrar la perspectiva y calibrar mejor todo aquello que la actualidad presenta atropelladamente como  único, histórico y extraordinario. Por fortuna, de vez en vez, el calendario viene en nuestra ayuda ubicando a cada cual con su métrica temporal.

Cuenta la tradición que allá por el siglo XIII tres hombres tuvieron el mismo sueño. La Basílica de Letrán, sede episcopal del obispo de Roma, estaba comenzando a derrumbarse  y dos frailes, uno con hábito blanco y el otro marrón, aparecían debajo como dos  columnas  evitando el  colapso. Cada uno de los tres hombres se reconocía a sí mismo en el sueño pero no adivinaba quiénes eran los otros dos. Al poco tiempo coincidirían los tres y, sin mediar palabra, se reconocerían.

Escuchando estos días hablar sobre los personajes más famosos y relevantes de la actualidad que ocupan titulares y espacios destacados en los medios, me vino a la memoria el sueño de aquellos tres hombres de hace ocho siglos. No fue casual porque este año, sin apenas eco mediático, se conmemoran dos hechos que incumben a los dos frailes y a un tercero, que quiso imitar a ambos. Tres cumbres de la humanidad cuyas huellas marcarían la historia; dos de ellos españoles. Sus legados, extendidos por todo el orbe perviven siglos después.

Dudo mucho que los tres protagonistas del sueño fuesen conscientes de la relevancia que alcanzarían. Menos aún que buscasen fama o pasar a la historia. Sus afanes eran muy otros; tan comprometidos en aliviar los males de su tiempo como trascendentes en su vocación. El de mayor de edad y jerarquía, el Papa Inocencio III (1161 -1216), precursor de una profunda reforma, serviría de incondicional apoyo a los dos frailes. Primero al de hábito marrón, el más joven de los protagonistas, San Francisco de Asís (1181 – 1226), natural de la montañosa Umbría y conocido en su tierra italiana como il poverello d’Assisi, encontraría en Inocencio III el amparo y ánimo para fundar en 1209, a los veintiocho años, su magna obra;  la Orden Franciscana. No menor en humildad, sabiduría y bondad, el fraile de hábito blanco, Santo Domingo de Guzmán (1170 – 1221), castellano de pura cepa hijo de Caleruega y de Gumiel de Izán también contaría con la comprensión y ayuda del Papa para hacer realidad otra  monumental gesta, la fundación de la Orden de Predicadores, más conocida como dominicos,  apenas seis años antes de su muerte en 1221 cuyo octavo centenario se celebra este año.

Si poco o nada sospecharían los dos frailes que ochocientos años después sus obras seguirían vivas y dando innumerables frutos en todo el mundo, tampoco se imaginarían que, entre su legión de seguidores, no pocos de ellos extraordinarios, trescientos años después de su encuentro en Roma, otro gigante español decidiese imitarles. Y así fue que en la primavera de 1521, el capitán del ejército castellano Íñigo de Loyola (1491 – 1556), recuperándose de las heridas sufridas en la defensa de Pamplona asediada por los franceses, leyendo las vidas de Santo Domingo y San Francisco, tomaría la decisión de seguir sus pasos tal y como el mismo cuenta en El Relato del Peregrino. La conversión de Íñigo en su casa natal de Azpeitia, cuyo quinto centenario también se celebra este año, daría al mundo otro humilde fraile, el más universal de los vascos: San Ignacio de Loyola, fundador y primer Padre General de la  Compañía de Jesús.

Quienes realmente fueron hombres prodigiosos, en nuestro caso instrumentos de Dios en tiempos difíciles, cuyo legado, con sus luces y sus sombras, continúa inspirando siglos después a millones de seres humanos, no necesitan de espejos para ser engrandecidos. A su lado, tantos a los que hoy se vanagloria resultan insignificantes mientras que otros, del todo desconocidos, estarán ejerciendo en silencio de columnas y generales.

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