El mayor desprecio

Hablando con unos y con otros, escuchando, leyendo esto y aquello, observando alrededor comportamientos, aspiraciones y decisiones,  vengo asentando  la impresión de que una parte de la sociedad española vive cada día más de espaldas a la otra. No me baso en estudios ni en datos concretos, es sólo producto de mí deambular. Igual estoy del todo equivocado, pero la sensación es  tan creciente como preocupante.

Acostumbrarse a lo bueno siempre se ha dicho que es muy fácil, más sorprendente es lo sencillo que puede llegar a ser habituarse a cohabitar con lo malo. Que algunos individuos o ciertos sectores minoritarios puedan vivir felizmente en entornos humanos degradados no es nada nuevo. Lo que resulta alarmante es que esa capacidad de aclimatación se haya extendido entre amplias capas de la sociedad con consecuencias particularmente negativas para otras menos afortunadas.

Mentirse a uno mismo para evitar peajes emocionales desagradables es un recurso psicológico vulgar y hasta cierto punto normal. Nadie está libre de auto engañarse, de usar este mecanismo de autodefensa inherente a la condición humana. Pero, como toda trampa de la mente, el autoengaño tiene doble filo y abusar de la «mentira inconsciente», como lo describen los psicólogos, puede traer graves consecuencias para propios y extraños.  

Los españoles no somos ajenos a esta práctica. No sé si en mayor o menor medida que otros, pero lo cierto es que sentimos particular atracción a convencemos a nosotros mismos de  realidades  falsas sin tomar conciencia de ello. Quizás sea esta la razón por la cual  la auténtica mentira cuaje tan bien en estos lares o, cuando menos, no sea tan repudiada y castigada como en otras tierras. Probablemente también explique en parte porque hemos sido y somos capaces de convivir con tantas y tan graves anomalías sociales, políticas y económicas que se suceden como en un carrusel sin aparentes consecuencias. Y en ello estábamos cuando llegó el virus chino.

La pandemia lo ha exacerbándolo todo, lo bueno y lo malo y la propensión al autoengaño también. Ante un panorama desolador no es de extrañar que tan asentado mecanismo de autoprotección se haya visto reforzado y que, aquellos menos perjudicados, ahítos de tanta desgracia optasen por encerrarse en su realidad virtual recurriendo al autoengaño. Las urgencias iniciales, las decenas de miles de muertos sin responsables, las quiebras, los parados, las colas de personas buscando comida poco a poco se desvanecen como fantasmas en la mente del auto engañado. Así, progresivamente parte de la sociedad parece haberse ido desconectando de una realidad  que le resulta muy poco grata.

Ciertamente no es ni bueno ni necesario vivir abrumado por la desgracia, menos aún renunciar a labrar un futuro mejor. Pero de ahí a olvidarse tan pronto de las auténticas urgencias y prioridades va un trecho y hacerlo supone cavar una brecha social del todo inhumana e insostenible. Por eso me alarma cuando escucho, leo o veo a los afortunados que, desde la seguridad de su bote salvavidas, se quejan de las condiciones o reclaman un motor porque remar no es avanzado, sin fijarse en los náufragos que apenas sobreviven agarrados a un tablón. No sé en qué medida son o no conscientes de que fuera de su burbuja existen otras realidades apremiantes. Igual lo sienten en la intimidad pero las  prioridades y preocupaciones que proyectan y reivindican parecen ir por otro lado. Por eso, aunque sólo sea para evitar que los más damnificados no se sientan olvidados o peor aún descartados, no conviene abusar del autoengaño y cuando menos tenerles presentes. Porque como dice el refrán: no hay mayor desprecio que no hacer aprecio.

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