Del género idiota

¡Vaya semanita! El deseo de que la pandemia sirviese para aprender de los errores y recuperar algo de sensatez se ha quedado en mero anhelo. La cordura se hace esperar. Mientras tanto no conviene olvidar el viejo adagio «¡Cuídate de los idus de marzo!». Evitar en estos días ser víctima de quienes piensan que los demás son del género idiota es vital. Caer en sus redes no es tan difícil.

Como dijo el irónico Mark Twain «la historia no se repite pero hace rimas». Si el pasado año, por estas fechas, engañaron al personal provocando no pocas víctimas, esta semana los mismos agitadores de los fuegos fatuos del carnaval de género del 8M y los instigadores de los espasmos políticos del 10M, no han cejado en sus envites. Los amos y siervos de la «nueva normalidad» no conocen límites.  

Realmente se creen más iluminados que el común de las gentes a las que tratan como idiotas. Sirva de ejemplo de desprecio a la inteligencia ajena el siguiente argumento: Siendo el sexo cromosómico algo determinado por la biología, el hecho de poder decidir vivir tu vida y ser tratado en sociedad como hombre o como mujer, independientemente del mismo, me parece un acto supremo de libertad. Y no borra a nadie. Poco cabe decir; es un epítome de irracionalidad. Lo sorprendente es que la idea la hayan comprado millones de personas lo mismo que, otras tantas, sigan otorgando su confianza a mentirosos compulsivos.  

El embobamiento colectivo no es novedoso. Cierto que hoy existe mayor capacidad para provocarlo y expandirlo, pero el fenómeno se ha dado en todos los tiempos, culturas y categorías sociales. Por cambiar de tercio pongamos el caso de las modas absurdas que a pesar de ello han resultado en negocios multimillonarios: vaqueros rotos, agua del grifo a precio de oro o piedras mascota vendidas con cajita-casita y manual de instrucciones, son ejemplos de una larga lista.  

Dirán que son meros caprichos intrascendentes. Puede ser, pero el mecanismo que lleva a comprarse unas medias rotas, sumarse a la ideología de género o votar a políticos sin palabra, es muy similar al que genera las burbujas financieras. Burbujas como la de los tulipanes de 1630, la llamada de los mares del sur de 1720 y otras tantas que se estudian en las escuelas de negocios. ¿Errores del pasado debidos a falta de preparación y datos? No, siglos después, expertos profesionales, formados en prestigiosas universidades y másteres, con sofisticadas herramientas de análisis a su alcance, siguen sumándose a corrientes especulativas abducidos por cantos de sirena. Véanse las  burbujas tecnológicas, de internet o la hipotecaria que provocó la «crisis Subprime«.

Conocimiento técnico e información no son vacuna suficiente para evitar el contagio. Si la historia tiende a rimar es porque detrás siempre está el ser humano, él es  la medida de la historia y sus sentimientos no han cambiado. Los anhelos, temores, pasiones y vicios propios de la naturaleza humana siempre son los mismos. Alguien dijo que las cuatro palabras más peligrosas para un inversor son: «Este tiempo es diferente». En el fondo, para disgusto de los adanistas, no hay nada nuevo bajo el sol.

El componente emocional es clave. Como explicó su inventor, el éxito del Pet – Rock, no estaba en cubrir una necesidad sino en satisfacer un deseo; tener una mascota que no requiriese atención. Puesto en el mercado bien adornado, para su expansión sólo bastó el «efecto manada». Ese arraigado sentimiento de querer pertenecer al grupo, de ser como los demás. Tranquiliza compartir la misma percepción de la realidad, pero se corre el riesgo de olvidarse del criterio propio dejándose llevar por una suerte de criterio colectivo; el pensamiento de la masa. En eso se basa la moda y en gran medida la publicidad y la política. Por eso, aquellos capaces de inducir pensamientos colectivos pueden lograr que muchas personas  crean lo más irracional.

Fórmulas para manipular los sentimientos hay muchas; a la vista están. Si sirve a un fin sin mayor coste, instrumentar deseos es una magnífica vía para ganar adeptos y por ello hasta los más disparatados se despachan como rosquillas. No es sorprendente que sus vendedores crean que el público es del género idiota. Pero cuando la realidad deja de ser una referencia, el caos está garantizado.

El conocimiento y la información están bien pero, sin encauzar los sentimientos con principios y valores y tener y defender un criterio propio, las personas quedan a expensas de aventureros para los que el fin justifica los medios. «El mundo no será destruido por lo que hacen el mal, sino por aquellos que se quedan mirando» señaló Albert Einstein.  En fin, que como decía Signando Freud: «Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota, la otra es serlo». Y yo me pregunto ¿se puede vivir mucho tiempo haciéndose el idiota sin convertirse en uno?

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