Se habla mucho de transiciones ecológicas, energéticas, tecnológicas o políticas, pero poco de transiciones personales de uno mismo, con el prójimo y el entorno y, sin éstas, las demás sólo son pura superestructura coyuntural. Cierto es que el vivir tan agitado, que raya en frenesí, no facilita los tempos y el sosiego precisos. Pero en esta vorágine también hay señales, signos, que muestran sendas donde poder pensar, meditar y transitar hasta reencontrarnos.
¡No me da la vida! se oye con frecuencia. Voces que brotan del agobio cotidiano. Desahogos pasajeros dirán algunos y así será en muchos casos, pero también reflejan malestares más profundos y extendidos de lo que parece. Pasarse la vida atendiendo problemas siempre urgentes, cortoplacistas, apagando fuegos, obligados a estar disponibles, felices y sonrientes, resulta agotador y no es de extrañar que provoque gritos de impotencia. Pero no es algo puntual. El desgaste mina y cuando el esfuerzo se diluye en lo inmediato sin revertir en un proyecto vital personal sólido e ilusionante, los efectos pueden ser demoledores.
Abundan los síntomas que evidencian los males del desencuentro personal al que lleva vivir arrastrados por la corriente, centrados en mantenerse a flote lo mejor posible. Muchos han sido agravados por la pandemia, pero la mayoría ya estaban ahí. El voraz consumo de estimulantes y psicofármacos lleva años creciendo. Estrés, ansiedad, depresión son términos de uso cotidiano. Y qué decir de la soledad no deseada; una lacra acuciante de la sociedad contemporánea que ha dejado de ser específica de personas mayores. Paradójicamente, en tiempos de redes sociales e hiperconexión, entre los que más acusan la soledad destacan los que han crecido a la sombra de internet; la llamada generación Z y sus antecesores los millennials.
Aunque este desencaje humano, efecto y causa de tanta infelicidad, pueda parecer marginal, la realidad es bien distinta. Que no sea objetivo estratégico de planes de sostenibilidad sólo denota su superficialidad e insuficiencia. No ser foco de atención mediática tampoco implica desinterés social. Basta asomarse a internet para encontrar miles de consejos, recetas y manuales de autoayuda para combatir el estrés, la falta de autoestima, la frustración, la ansiedad o el aislamiento social. Ofrecen técnicas de relajación, dietas, ejercicio físico, planificación de objetivos, terapias de grupo, de comunicación y otras tantas fórmulas con efectos beneficiosos. Pero ante todo, recomiendan pararse, dedicar tiempo a uno mismo y pensar.
Sí pensar, un hábito al que el trajín diario deja poco espacio. Pensar en que se hace y para qué, en lo que se es y a donde se quiere ir, es esencial para no perder el rumbo y terminar sintiéndose vacío, un desconocido que, cual autómata, sólo cubre etapas cuya única huella es el polvo que deja a su paso. Pensar exige tiempo y esfuerzo pero ofrece la posibilidad de proponerse metas vitales propias y trascendentes, ni prestadas ni vacuas, cuya búsqueda lleva al reencuentro con uno mismo y con los demás.
Por fortuna para los cristianos y para todos sin distinción, el año litúrgico ofrece signos y sendas para descubrir remansos entre tanto ruido; espacios para meditar y reflexionar. Así la cuaresma es el tiempo de redescubrir la ruta de la vida. Para encontrarla se indica con una señal; la ceniza en la cabeza. Un signo que invita a pensar sobre el sentido de la vida, que muestra un camino para hacer un viaje de regreso a lo esencial dejando de valorar tanto todo aquello que quedará reducido a cenizas. Lo que se propone es mucho más que una mera transición, se trata de redescubrirse a uno mismo y para ello se brindan tres vías: la limosna que no es sino entregarse al prójimo, la oración que implica reconocer los límites humanos y la necesidad de la ayuda de Dios y el ayuno que induce a la sobriedad prescindiendo de lo superfluo. Para aquel que, al recibir la ceniza, ha escuchado «conviértete y cree en el Evangelio» la cuaresma, el tiempo para reencontrarse ha comenzado, y para quienes han pasado el signo de largo, la senda sigue ahí, siempre abierta.
