Entre las experiencias que causan mayor frustración y el consiguiente cabreo es comprobar, en carne propia, que eso de que todos somos iguales es falso. En el mejor de los casos es una ingenuidad y en la práctica acostumbra a ser una aspiración objeto de no poca manipulación.
Como es sabido, no todas las ideas cuajan igual. Mientras unas son reiteradamente rechazadas y otras a duras penas llegan a hacerse un hueco por encontrar pétrea resistencia, en el otro extremo las hay que se asientan y expanden con singular facilidad. Entre estas últimas destacan aquellas que inducen sensaciones placenteras, diluyen flaquezas sin esfuerzo o allanan diferencias incómodas. Son algo así como ideas placebo; carecen de capacidad curativa pero tienen efecto terapéutico en tanto el paciente esté convencido de su eficacia. Las hay de todo tipo, pues los humanos, puestos a auto engañarnos somos muy creativos, pero algunas han alcanzado cotas de popularidad insospechadas; la de la igualdad es ejemplo palmario.
El éxito de todo buen placebo que se precie radica en su sencillez. Y así sucede con la idea de igualdad que circula con mayor aceptación. Despojada de las complejidades de los conceptos morales y éticos que la inspiraron y liberada de sus acotaciones, la idea de igualdad más extendida es una suerte de pensamiento mágico muy simple ¡Aquí nadie es mejor que otro!, se escucha por doquier. ¡Todos somos iguales! No digamos ya el grado de simplismo que alcanza cuando se convierte en reclamo electoral o mercantil. Presentada entonces junto a su primo hermano «el derecho» forman una combinación de expectativa de felicidad imbatible. Porque, ¿quién no quiere ser igual y tener derecho a todo? Aunque no sea verdad, que te igualen a los demás en lo mejor sienta bien. En lo malo no, pero eso no se plantea porque la idea de igualdad entre personas sólo es para lo bueno como las obligaciones son para los demás.
Pero como la realidad es tozuda, antes o después la magia de la igualdad se desvanece, dejando al crédulo con cara de bobo y sensación de impotencia. En cualquier momento, a la vuelta de un recodo, sin previo aviso, descubre de sopetón que no todos somos iguales. En parte se lo tiene bien merecido por pretender aparentar lo que no es. No obstante, en su descargo, hay que reconocer que su aspiración es alimentada a diario desde toda suerte de fuentes. Más aún, no sólo se le incita a creerse igual, se le asegura que tiene derecho a ello y se le promete que su deseo se cumplirá, eso sí, siempre a cambio de algo. Lo increíble es que, a pesar de las innumerables frustraciones cotidianas que genera el placebo en toda suerte de gentes, hoy en día está de más de moda que nunca y se venden igualdades de lo más variopinto.
Afortunadamente cada persona es única y diferente, con sus talentos y debilidades y de ahí que pretender igualarnos, salvo por méritos propios, sea un contradiós como diría un clásico. Exigir que se respecte la dignidad, la diferencia y un trato equitativo es de justicia. Nada hay más injusto que tratar igual a dos personas. Ni somos iguales ni falta que hace. Muchos se percatan y aprenden la lección a temprana edad, otros tardan más y se llevan el sofocón en el momento más inoportuno. Los que no tiene solución son los reincidentes contumaces que, a la vista del panorama, deben ser muchos.
