De sistemas y sus «mandaos»

Que la vida es una carrera de obstáculos nadie lo duda. Los hay de lo más variopinto y surgen por doquier. La mayoría se superan sin gran dificultad, otros requieren más entrenamiento, ingenio y esfuerzo pero los hay que pueden llegar a ser  insalvables. En esta categoría sobresalen los «mandaos», esos seres que son una barrera per se. Encontrarse con uno es como una maldición. Si obedece a amo accesible y razonable aún cabe esperanza, pero si está al servicio de un sistema poco cabe hacer.  

«¡Con la Iglesia hemos topado!» exclamaba antaño quien se enfrentaba a un poder infranqueable. Hoy habría que decir «con el sistema hemos chocado». Refleja mucho mejor la realidad. Porque donde reside el poder es en los sistemas, esas complejas  arquitecturas de unidades y órganos interrelacionados por regulaciones y protocolos que gobiernan casi todas las parcelas de la vida. Ya se trate de sistemas políticos, financieros, educativos, comerciales, sanitarios, informativos o de soporte tecnológico, todos responden a un patrón; el sistema dicta las normas, siempre tiene razón mientras no se le doblegue y ejerce una posición dominante sobre el individuo.

 Poco a poco, en aras de una mayor eficiencia y eficacia de los servicios y productos ofertados, la mayoría de los entes con los que nos relacionamos han ido mutando en sistemas o son regidos por un sistema. Las mejoras son evidentes pero no todo ha sido positivo. En el debe, pocas veces evidenciado, cabría apuntar pérdidas importantes pero, sobre todo, el peaje pagado en independencia ha resultado carísimo. Si pudiese medirse en términos de empoderamiento, concepto casualmente tan de moda, resultaría que el trasvase de poder y capacidad de decisión del individuo a los sistemas ha sido tan excesivo como inquietante. Para hacerse una idea sólo debemos recordar las experiencias vividas de total impotencia ante un sistema.

Cuántas veces hemos intentado sin éxito que el sistema reconozca un error suyo, un derecho nuestro o simplemente que tenga en cuenta nuestra opinión. Reducidos las más de las ocasiones a liliputienses cuando no a meros números, el sistema nos impone sus reglas, esas que casi nunca se entienden y cuyas condiciones aceptamos con un sencillo «clic». Porque los sistemas no negocian con el ciudadano o cliente, demandan su adhesión. Dictan el menú y como mucho dejan escoger algún plato y no en todos los casos. Incluso llegan a penalizar a quien se desvíe de lo dictado. Igual hacen con sus propios servidores. Basta ver lo que les sucede a quienes discrepan del sistema, como el caso del diputado que vota en contra de lo dispuesto por el partido.

Ejemplos similares los encontramos en todo tipo de entidades públicas y privadas convertidas en sistemas. Porque la autoprotección es al sistema lo que el instinto de supervivencia al ser humano. De ahí que los primeros que han de ser seguros servidores sean sus operarios y que la propia dinámica de los sistemas tienda a primar una suerte de obediencia debida. De tal manera que, sin pretender generalizar, pues aún son muchos los que dosifican su fidelidad con juicio crítico, cada vez abundan más los «mandaos» en los sistemas. Proliferan en todos los ámbitos y estamentos y si bien hay grados, algunos podrían ser perfectamente sustituidos por máquinas.

Los «mandaos» son peones sometidos al sistema que les da de comer sin apenas plantearse nada ni dejar resquicio a la duda. Terminan por asimilarse tanto a su papel que dan grima y hasta pena si no fuese por el daño que hacen. Ejercen de guardianes del sistema sin inmutarse. Por ello, sea cual sea el argumento esgrimido, la interlocución con un «mandao» es la misma que con un frontón y su respuesta, mecánica como un martillo pilón, suele ser del mismo tenor; -es el sistema, yo no lo puedo cambiar. Los más diligentes, tras negarte la mayor, sin rubor alguno apostillan: -¿le puedo ayudar en algo más?

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