Paisajes sonoros de la infancia

Doblar la esquina, oír vocear: -¡el chatarreroo, el chatarrero señora! y trasladarme a otro Madrid fue todo uno. Para que luego digan que no existen las máquinas del tiempo. No pude evitarlo, le seguí un rato y, de buena gana, le hubiese dado una propina por transportarme al paisaje sonoro de mi niñez.

Hoy, como tantas cosas, los sonidos de la ciudad también se han deshumanizado. Las voces, con sus mil tonos y acentos, han enmudecido o les han relevado monótonos ruidos de motores y fríos destellos de imágenes. Para volver a oír aquel reclamo del vendedor del cupón -¡tengo iguales para hoy, quien me compra!, hay que recurrir al tango de Rafael Farina. Tampoco se escucha cantar en los patios ni se oye el batir de huevos a la hora de cenar. Si acaso se percibe el reflejo de una televisión, el zumbido de una batidora o el insufrible ruido sordo de los aires acondicionados. Las campanas sí, sus repiques han sobrevivido, menos mal. Otros cánticos también, como el de los niños de San Ildefonso preludio de la Navidad. Por lo demás, hemos aceptado como animales de compañía pitidos, escapes de vehículos, soniquetes de aparatos varios o estridencias de móviles mientras apenas se oye ladrar a un perro y no digamos llorar a un niño.

No hace tanto se voceaba casi todo. Ahora, antes del virus chino, ya sólo se vocea en las interminables despedidas de acera tras una cena o cuando se canta un gol. Curioso, pero no es costumbre de medio día. Algo tendrá la noche. Pero bueno, volviendo a los sonidos de antaño, de vez en vez sus ecos cobran vida y nos llevan a otros tiempos, ni peores ni mejores sencillamente nuestros. Basta un humilde chatarrero para hacernos viajar a paisajes tan lejanos como familiares. Paisajes mágicos, pintorescos donde cada voz pregonaba la llegada de tipos singulares con atavíos, pertrechos, maneras y costumbres que, a ojos de un niño, resultaban extraordinarios.

A vuela pluma, a la cabeza me vienen escenas dibujadas por las voces de afiladores, colchoneros o mieleros que, entre otras muchas gentes, ofrecían sus servicios y productos deambulando a viva voz. Mi favorito; el afilador. Primero sonaba el agudo silbido de su flauta, «caramillo» le decían, de por sí muy tentador. Y, al grito de – ¡afiladoooor!, aparecía con su bicicleta, luego moto, con sus tres ruedas en la parte trasera; esmeril para afilar, fieltro para suavizar y trapo para rematar. ¡Un ingenio fantástico! Su estridencia, las chispas, el brillo de los cuchillos afilados todo era fascinante. ¡Cuánto me hubiese gustado manejar esa máquina infernal! Sin llegar a su nivel, la imagen que guardo del mielero también es familiar. Aunque algo nebuloso, aun le veo. La boina negra bien calada, alpargatas y blusón suelto, bajando por la calle con su carro y tonelete voceando: «¡El mielero! -¡Miel de La Alcarria! -¡A la rica miel! ¡de la Alcarria….miel! También llevaba romana para pesar y un saco del que salían, anunciados a pulmón limpio,  quesos y embutidos que no recuerdo haber catado. Por contra el colchonero me parecía aburrido y aunque montaba un lío de mil demonios con el trasiego de colchones y el vareo de su lana, ni sus herramientas, una sosa vara de madera, ni su tarea, me atrajeron. Eso sí acostarse en un colchón sin lana apelmazada era un lujo. Aquí queda mi agradecimiento.

Persiguiendo sonidos de ayer se me ha hecho tarde. Hay alguien dando palmas: -¡Serenoo! Sí, ahí está,  oigo un golpe de chuzo y un sonoro -¡Va! Llega el sereno, hora de recogerse.

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