No hacía falta ser vidente para adivinar que acabarían echando la culpa de los contagios a los ciudadanos. Reconocer errores, enmendar desaciertos, no, eso es de sabios. Lo fácil, aunque mezquino, es recurrir al victimismo buscando culpables ajenos. Y como la vulnerabilidad engendra miedo y el miedo desconfianza, no es difícil hallar, entre las reacciones de las gentes, comportamientos más o menos extremos que sirvan de chivos expiatorios. Da igual que sean padres asustados, jóvenes defraudados, autónomos arruinados o vecinos indignados, siempre que no sean de la cuerda y puedan ser estigmatizados la maquinaria del pensamiento único los señalará. Entre todos, los más propicios para el ensañamiento son los más exacerbados y así la juventud de juerga y botellón y los movimientos negacionistas han resultado ser el blanco perfecto.
¡Cuánta hipocresía! disfrazada de responsabilidad. Tras alimentar la desconfianza, sembrando cizaña y mentiras a doquier, poniendo bajo sospecha todas las instituciones, justificando cuando no animando movimientos antisistema y la ocupación de la calle, ahora, muy dignos, los gobernantes reclaman confianza y sensatez.
La pandemia, si algo ha provocado ha sido reforzar tendencias preexistentes. Lo ha exacerbado casi todo; bueno y malo. Los bulos, la desafección a instituciones de todo tipo, las algaradas y botellones, la incertidumbre social y la desconfianza no las ha traído el virus. Ya estaban muy asentadas entre nosotros, tanto como el arte de tergiversar y engañar. Y los meses que llevamos padeciendo esta plaga sólo han servido para echar más leña al fuego. Ni tan siquiera cabe decir de esos polvos estos lodos, porque ya veníamos de chapotear en un lodazal. Así que, menos rasgarse las vestiduras, cuando vemos a jóvenes que pasan de todo o a gentes que han hecho de la negación su respuesta a las falaces verdades oficiales.
No seré yo el que me alce en defensa de las turbas. Pero tampoco ocultaré a quienes las engendran y alimentan desde sus despachos. Esos que tiran la piedra y esconden la mano. Los que llevan años auspiciando y tolerando el desmadre como forma de ocio o tratan a diario a las personas como menores de edad estúpidos y luego pretenden exigirles comportamientos de adulto sensato. Los ahora señalados como jóvenes descerebrados e irresponsables eran, hasta ayer, bulliciosos chavales cuyas juergas han ocupado plazas, playas, parques, campus universitarios o recintos feriales mientras se miraba para otro lado. Los estimulantes de tan edificante forma de entretenimiento, la demagogia y los pingües beneficios generados, tampoco los ha traído el virus.
Lo mismo podría decir de los negacionistas. Nunca fui partidario de negar la realidad para eludir una verdad incómoda. El problema es que cada vez se hace más difícil saber cuál es la realidad; qué es verdad y qué es mentira. Como el relativismo imperante niega que haya verdades absolutas, todo es líquido y coyuntural; lo bueno y lo malo, lo cierto y lo falso lo dicta a capricho quien tenga el poder para imponerlo. Así no es de extrañar que la desconfianza crezca y que aumenten los que lo ponen todo en duda; máxime si su experiencia personal es haber sido engañados reiteradamente. Vivir en un mundo en el que, la muy verosímil sensación de ser observados, vigilados y manipulados ha crecido exponencialmente, tampoco es que ayude mucho a generar confianza.
Así pues, cuando escucho describir a los llamados negacionistas como teóricos de la conspiración, propagadores de desprestigio, irresponsables, amigos de pseudociencias y de movimientos alternativos y populistas, me parece que están hablando de no pocos de quienes nos gobiernan. Los que ostentan el poder, esos sí que son genuinos negacionistas muy bien organizados. Esos mismos que denuncian la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio. Los que en su día negaron la crisis, la económica de 2008 y la sanitaria de principios de año, los que negaron la utilidad de la mascarilla o el número de muertos, esos que niegan la corrupción o los plagios cuando les salpican, que se niegan a tratar a los españoles con respeto, que niegan toda responsabilidad y todo lo que huela a transparencia y que se niegan, contra toda evidencia, a aceptar sus muchos errores y dimitir.
No caigamos en la trampa, esos que ejercen el negacionismo hipócrita y no los otros son los que nos han de preocupar.

Muy cierto Javier
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Muchas gracias María por tener la paciencia de leerme e incluso comentar.
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