Mantenerse firme

Cada vez que se silencia una voz disonante, que se abate a un disidente, todos perdemos. El ambiente se hace más plomizo, el aire más espeso, más irrespirable. A cada paso que avanza la uniformidad impuesta se nos achica el espacio para ser nosotros mismos. No conformarse, remar a contracorriente, resistir es lo que toca para evitar convertirnos en un peón más de una masa amorfa y dócil.

Que el poder intente imponer su verdad, tratando de vender una realidad prefabricada con burdos engaños, molesta y ofende sobremanera. Pero aún más insufrible es tener que soportar al conformista de turno intentando convencernos de las bondades del poderoso, rescatándonos de nuestra ignorancia, repitiendo cual loro los argumentos del que manda. Si el tipo es de los allanados contumaces poco cabe hacer más allá de procurar evitarlo y esperar un milagro. Los perores son los voluntarios, esos que sin pudor alguno dicen: en mi fuero interno no lo comparto, pero hay que ser pragmático.  A estos no hay quien los trague. No pocos incluso tienen el descaro de reconocer y alabar las virtudes del que discrepa, pero su carácter acomodaticio les inclina a darle de lado y sumarse a la mayoría. Quizás sólo toparse de bruces con la realidad o probar de su propia medicina les haga comprender lo que su falta de voluntad no les alcanza.

Por completar el panorama de actitudes frente al rodillo del poder no cabe olvidarse de los indiferentes. Los que se sitúan al margen sencillamente por no mojarse. Con el diluvio que está cayendo, a medida que la crecida les va alcanzando, parece que su número va mermando, pero aún hay muchos. Como no sabría calificarles sin ser obsceno me limitaré a citar las Sagradas Escrituras: “¡Ojalá fueses frío o caliente!  Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.” (Ap. 3, 16)

En este entorno tan arbitrario, ramplón, irracional y frívolo en el que llevamos años inmersos y que la pandemia no ha hecho sino amplificar, cada vez son más necesarias las voces discrepantes. Cuando la anestesia del poder y del miedo promueve y premia la sumisión y el conformismo, mantenerse firme, no dejarse llevar por la corriente, es tan vital, o incluso más, que evitar la infección del virus y en ningún caso incompatible. Por ello alabados sean los que han sabido mantenerse en pié sin doblegarse a la sinrazón. Existen, los hay y ha habido, y para evitar ser desdibujados por tan espesas tinieblas y acabar transformados en meros comparsas, no conviene perder su luminosa estela. Así, al igual que, en su momento, recurrí al genio de Valle Inclán para arrojar algo de luz ante tanto esperpento, hoy, huyendo del despropósito reinante, me reencuentro con el maestro del absurdo, Eugène Ionesco.

Basta ver las acepciones de la palabra absurdo que nos ofrece el diccionario para comprender por qué estos días me han evocado a Ionesco y a su magistral obra  “Rinoceronte”. A modo de fábula tragicómica, Ionesco retrata la deshumanizante metamorfosis que sufre una masificada y sumisa sociedad cuando es incapaz de resistirse ante las fuerzas totalitarias dominantes. Todos los vecinos de una pequeña ciudad de provincia, salvo uno, se van transformando en rinocerontes a medida que son contagiados por una epidemia de conformismo y sumisión al poder. No es tanto una imposición es más bien una enfermedad lo que les lleva a ello; el deseo de ser como los demás. Porque aparcar la mochila de la capacidad crítica y adherirse al discurso oficial debe ser un gran alivio. El único humano superviviente no es el más culto ni el más inteligente. Es más bien un antihéroe que, no sin pena, se resiste a perder su personalidad a sabiendas de que será condenado a la marginación. 

Aunque escrita en 1959 como crítica a la aceptación social de los totalitarismos,  “Rinoceronte” no ha perdido un ápice de vigencia. A diario podemos toparnos con orgullosos y agradecidos paquidermos, acomodados tan a gusto en la uniformidad y el pensamiento único. Ante esta epidemia, para la que no hay vacuna, sólo cabe mantenerse firmes apelando a la resistencia individual y la responsabilidad personal como aconseja Ionesco.  Eso sí, cuando salen en manada y no digamos si arrancan en estampida, lo más seguro es buscar refugio.

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