Vista la unidad de acción ante los rebrotes de la pandemia, oír a los jerarcas de la nueva normalidad llamar a la responsabilidad a la ciudadanía resulta obsceno. Si no fuese por la gravedad del asunto, diría que suena a cachondeo. Menos mal que, la mayoría de los españoles, cuando toca, saben ser responsables y acostumbran a superar las crisis a pesar de su clase política.
Me dirán que hay políticos responsables así como personal que no merece el título de ciudadano. Efectivamente, pero el cuadro cambia poco. Es impresentable que, quienes cultivan la praxis política de tratar a los votantes como a idiotas menores de edad, apelen con ardor patrio a su madurez cuando les conviene. Como sorprendente la capacidad de los españoles de conservar el sentido del deber, mientras toleran la vejación del ninguneo y el engaño. Supongo son misterios de ese enigma secular que conforma la relación del español con la política.
Hace años, un colega británico me habló de una práctica colonial denominada The mushroom strategy; keep them in the dark and surround them with bullshit (La estrategia del champiñón: mantenerles en la oscuridad y rodearles de mentiras). No sé si figurada o real, pero se asemeja mucho a lo que se da en España. Procurar que las gentes sepan lo menos posible, desinformando y mintiendo a doquier, es práctica cotidiana del gobernante que, el gobernado, tiene asumida como normal. Pero si cohabitar con políticas de adocenamiento, mirando hacia otro lado, es una forma de supervivencia, no nos engañemos, tiene sus peajes y deja graves secuelas.
Observando lo que sucede en España podemos apreciar que muchos de nuestros problemas más acuciantes encuentran causa en la “estrategia del champiñón”. Véase por ejemplo el tema territorial. Décadas de educación e información sesgada y sectaria, promovidas desde el más irresponsable interés político y la apatía colectiva, han sembrado el país de una suerte de pensamiento localista diluyente de la idea de nación española. A mayor beneficio de políticos y allegados que medran con ello, se ha asentado la creencia de que, siendo cada región dueña y señora de sus dominios, en su gobierno, el resto de los españoles, amén de paganos, son meros observadores. Que sus predios y bolsillos se rieguen a diario con fondos de los auténticos dueños del proindiviso, no sólo no les da que pensar sino que lo estiman una obligación, cuando no el pago de una deuda histórica y perpetua.
Esa visión tan alienada de lo público y concretamente del dinero de todos los españoles, también ha sido debidamente inducida por la clase política y aceptada por la ciudadanía. Un fruto evidente es el general desconocimiento existente sobre el coste real de los servicios públicos y no digamos ya de tantas inversiones sufragadas con sus impuestos. Otro tanto cabe decir de esa idea tan extendida de la existencia de un “derecho democrático” a mejores prestaciones que alguien tiene la obligación de proveer indefinidamente. ¿Por qué en España se oculta a la gente lo que cuestan las cosas de verdad? Las pocas iniciativas habidas, por ejemplo la llamada factura en sombra o el copago, murieron linchadas por la ignorancia del sano pueblo y la demagogia de sus líderes. Evidentemente a los políticos no debe convenirles que sepamos lo que gastan en sus promesas y los paganos prefieren no saberlo.
Con estos mimbres no es de extrañar la enorme deuda acumulada. Y lo peor, la pasividad con la que se la ve crecer mientras, cada cual, reclama más gasto para su predio. Sin ir más lejos, ¿cuánta pedagogía se ha hecho sobre lo que suponen en realidad los lamentablemente necesarios fondos europeos? Amén de celebrar como victoria, sin pudor alguno, haber tenido que acudir una vez más al vecino a pedir ayuda, ¿cuánto tiempo ha dedicado el gobierno a explicar la deuda contraída por cada españolito presente y futuro? Todo lo contrario, se ha vendido como un maná caído del cielo, o mejor dicho, conquistado con un esfuerzo extenuante por nuestro invicto césar. Y, con los aplausos, se ha escuchado un profundo suspiro de alivio. Los que venga que arreen, incluidos los hijos y nietos, pero eso sí, entre tanto que sean muy responsables.
En la festividad de San Joaquin y Santa Ana, patronos de los abuelos.
