Tras treinta años de intensa mundialización, ¿estamos mejor? Según el indicador utilizado y quien lo valore las respuestas serán variopintas. Para mi reflexión, he optado por fijarme en un indicador concreto que creo pertinente dadas las circunstancias: el grado de resiliencia de nuestra sociedad.
Definida como la capacidad de soportar tensiones o adversidades y recuperar el estado original al cesar la perturbación; la resiliencia no entraña solamente resistir sino superar la crisis retornando a la normalidad. Originario del mundo de la física, este concepto, adoptado por diversas ciencias, ha pasado a ser, de la mano del cambio climático y el cambio global, un factor clave para medir desde el nivel de desarrollo hasta la confianza de los inversores.
No es casual que, el interés por la resiliencia, haya seguido, cual sombra, el avance de la mundialización. Cuando, en las últimas décadas del siglo XX, la globalización emergió como paradigma de todos los bienes, mencionar sus efectos negativos era cuasi herético. La mundialización prometía dar a la economía, a la calidad de vida y a la libertad global, un impulso jamás conocido. Con el paso del tiempo, si bien sigue despertado entusiasmo, la antiglobalización también ha crecido a medida que la intensidad y frecuencia de las crisis, naturales o no, y de su impacto en la economía real, ha aumentado. Ni la mundialización es causa de todos los males ni fuente de tanto bien. Igual que se han globalizado los sistemas financieros, culturales, mercados y tecnologías, lo han hecho los problemas y riesgos.
La concentración de medios y poder, inherente al fenómeno, ha generado riqueza, movilidad, confort e información, pero también ha inducido más consumo y derroche, menos estabilidad laboral y social, menos libertad y más riesgos y dependencia. Nada de esto figuraba en su publicidad, porque, como afirmaban sus propagandistas, la fuerza de la «nueva economía» sería tal que podría capear cualquier reto.
Un consumismo desaforado, depredador de recursos naturales, basado en un círculo vicioso de rebajas y ofertas low cost, se ha expandido como mancha de aceite. La dilución de valores, y las vidas a crédito pendientes de anónimos flujos financieros especulativos, se han globalizado. Crecientemente endeudados con quienes nos suministran tanto maná, cuando las crisis aprietan tomamos conciencia de nuestras debilidades. Informes recientes, de entidades nada sospechosas, indican que la economía mundial se ha vuelto menos resiliente y que tiene menos capacidad para absorber impactos de acontecimientos adversos que hace 10 años.
Cuantas renuncias para llegar a esto. Apenas comenzamos a salir de la última crisis, más vulnerables y endeudados, y nos vemos inmersos en otra. Menos mal que contamos con grandes profesionales, mucho valor y entrega, pero no es suficiente. Nos vemos obligados a improvisar pagando un precio demasiado alto. Negligencias políticas aparte, ¿qué necesidad teníamos de acabar dependiendo del músculo industrial chino para abastecernos de materiales sanitarios básicos? Tenemos talento, capacidad tecnológica, somos competitivos pero, abducidos por el mundialismo, renunciamos a tener un robusto tejido industrial. Dejamos caer su peso en los últimos decenios, hasta el 16% del PIB; lejos del objetivo UE del 20%. Dimos la espalda al sector que aporta empleos más estables y de mejor calidad y provee mayor innovación y productividad. Decidimos crecer en sectores de servicios de bajo valor añadido. Sí, somos una potencia en tecnologías de la información y comunicación, pero no debimos abandonar algo tan básico como la industria manufacturera cuyo carácter estratégico hoy es evidente.
Todo a mayor gloria de la integración de las economías locales en una economía de mercado mundial, donde los modos de producción y los movimientos de capital se diseñan lejos y a medida de unos pocos. Nadie se equivoque, no defiendo ni la colectivización de los medios de producción ni el capitalismo de estado. Estoy en el polo opuesto; amo la libertad. Por ello creo debemos erradicar la cultura del saldo y el oportunismo y poner en valor lo que realmente lo tiene; precios y salarios justos, premiar la profesionalidad y el esfuerzo, impulsar el conocimiento, cuidar más de la familias y del entorno, ofrecer horizontes a la juventud y nunca caer en el abandono de los más débiles y vulnerables.
El mundo se enfrenta a un número creciente de riesgos complejos e interconectados. Procuremos aprender del mucho dolor y sufrimiento en el que estamos inmersos. No aspiro a cambiar la dinámica mundial, pero sí a ser capaces de dar pasos concretos en direcciones inteligentes. Un gran paso sería apostar, con firmeza, por la regeneración del tejido industrial y hacerlo con marchamo nacional. Alguno dirá que el precio del producto final será algo mayor, igual no tanto, pero, en todo caso, apostar por la resiliencia, como por la sostenibilidad, salva vidas y además es muy rentable; datos del Banco Mundial apuntan que cada euro invertido genera un beneficio de entre 4 y 7 euros. Curiosamente, Suiza, que encabeza los índices de resiliencia global, tiene, entre sus principales fortalezas, una cadena de suministros basada en la infraestructura y la calidad de los proveedores locales. Nosotros no somos menos, espero seamos capaces de aprender la lección.

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