Si mi última entrada la dediqué al lenguaje madera como instrumento de manipulación en boga, hoy, la actualidad, me lleva a abordar uno de sus más recientes destilados; la campaña de aceptación social de las bondades de la eutanasia.
Rechazar la eutanasia desde la razón no es difícil, de hecho es una consecuencia lógica. Cosa diferente es cuando se apela al sentimiento para anestesiar el entendimiento. Argumentos racionales en contra de la eutanasia hay muchos, muy bien expuestos con autoridad y para todo tipo de gustos y creencias. Pero precisamente, por hallarnos ante una estratagema basada en la emoción y no en la razón, no apelaré a elaboradas doctrinas morales, éticas, jurídicas, antropológicas o políticas para justificar mi rechazo. Por ser quienes son los que nos pretenden vender la idea, la forma en que plantean el debate y las argucias a las que recuren, he optado por traer algunas justificaciones más básicas para negarme a comprar mercancía tan averiada y dañina. Motivos que nacen del sentido común, reflexiones a pié de calle cuyo enunciado no responde a orden de prelación alguno.
Para empezar me niego a aceptar el planteamiento de buenos y malos, compasivos e insensibles, en el que sus patrocinadores enmarcan el debate. No pienso dedicar ni un segundo a demostrar que no soy un sádico. Tampoco acepto chantajes emocionales. La práctica de instrumentar el dolor y la desesperación humana para que ponga a un lado mis principios, me repugna.
Por otra parte, por pura higiene mental, tengo a bien no creerme nada de lo que dicen los propagandistas oficiales de esta buena nueva ni sus voceros. Llamémosle principio de precaución. El mantra del derecho a decidir que se lo cuenten a otro. Aquellos que se pasan el día regulando todos los aspectos de nuestra vida, ahora resulta que son nuestros libertadores. En todo lo que les interesa controlar, el poder y el dinero principalmente, exigen docilidad, reclaman ciudadanos prestos al bien común. Pero cuando no perjudica sus objetivos o les beneficia, entonces sí; ahí debe prevalecer el derecho a decidir. Y qué decir del argumento de la demanda social. Realmente son maestros del engaño. Crean y diluyen demandas sociales a su antojo. ¿Tenemos derecho a decidir la educación de los hijos? No. ¿Existe esta demanda social? Tampoco. En fin que son como para fiarse.
De igual modo, mira que soy raro, no creo que todos mis antepasados fuesen idiotas. Si la defensa de la inviolabilidad de la vida humana ha sido la mayor conquista de las sociedades occidentales, ahora resulta que es una idea equivocada. Estos adanistas, que descubren mediterráneos a cada paso, creyéndose capaces de todo y mil veces mejores que cualquier otro anterior, pretenden ser las luminarias que nos libren de oscuros atavismos. Para afrontar problemas complejos sólo se les ocurren atajos tan simples como peligrosos. Eso sí todo en aras de su interesado concepto de la libertad creando un nuevo mundo en el que la razón duerme el sueño de los laureles y todo es posible, hasta los mayores disparates como vemos día a día.
También es motivo de rechazo el que no me fio mucho de mis congéneres, especialmente cuando pretenden venderme seguridades plenas. Prometen una legislación garantista, pero la experiencia demuestra, en todos los campos, que el abuso es posible y probable. ¿Por qué no iba a serlo en este? Legalizar la eutanasia supone abrir otra puerta a la banalización de la vida. Ofrece la posibilidad de contemplar la muerte como alternativa, inserta en la mentalidad colectiva que la transgresión de la prohibición de matar no sólo no es tan mala sino que incluso puede ser buena, compasiva. En materia tan vital afianza el nefasto principio de que el fin justifica los medios.
Por último, creo que la eutanasia es un atraso, una regresión. No es ninguna novedad y nada tiene de moderno. Al revés el respeto y aprecio por la vida humana es seña de identidad de civilización. Una sociedad es tanto más civilizada cuanto protege a sus miembros más débiles y vulnerables, les cuida, acompaña y valora, no les elimina. Claro que el auténtico progreso humano exige ajustar al bien común los deseos y necesidades individuales por muy perentorias que estas sean. Cuando la vida nos pone ante situaciones extremas, si los principios y valores de la sociedad son sólidos, entre todos debemos apoyarnos para mantenernos firmes y evitar deslizarnos a simas sin fondo. La historia nos ha enseñado reiteradamente que hay puertas que es mejor no abrir.
