A veces lo consigo y otras no. Zafarse de un cotilla no es fácil. Hablo de cotillas genuinos. No de quienes chismorreamos ocasionalmente. El cotilla experto en el siniestro arte del correveidile no es un mero consumidor de chismes. No se limita a contar o escuchar algún cotilleo, los crea y goza con su difusión. Vive alerta, pendiente de captar todo aquello susceptible de convertirse en insidia y habladuría y no pierde ocasión de compartirlo con los demás quieran o no. Si detecta que eres portador de algún cotilleo en potencia o blanco idóneo para su lengua viperina, irá a por ti. No lo dudes. Su persistencia, sólo superada por su falta de pudor, le hace inasequible al desaliento. De ahí que evitar a un cotilla contumaz no sea sencillo. Por eso es importante conocerlos, para poderlos detectar y, en lo posible, estar prevenidos.
No cité a los cotillas entre los habitantes del museo de tipos infames mencionado en mi entrada dedicada a los Pelotas, pero sin duda debieran estar. Una sala quedaría pequeña, pero al menos podrían exhibirse los especímenes más destacados de la maledicencia. Porque cuando uno reflexiona un poco sobre estos pobres seres tan dañinos, descubre que la tipología es tan variada como las causas que los generan.
No soy ningún experto, pero al observar a un cotilla en acción, me pregunto ¿por qué este tipo se regodea con el mal ajeno? Dudo que nazcan así. Intuyo que son portadores de algo innato o adquirido que les inclina a disfrutar de estos bajos sentimientos. De hecho los hay excepcionalmente dotados y no pocos ya muestran maneras desde niños, véase los chivatos escolares, primos hermanos de los pelotas.
Ignoro si hay algún mecanismo fisiológico que genere un estado de gozo al hablar mal del prójimo. Un neurotransmisor que explique por qué disfrutamos con el mal ajeno, que produzca ese regustillo inherente al cotilleo. De ser así, probablemente sea adictivo y si no se controla, si no se le pone freno, puede llevar al estado de cotilla integral. Sin apartarnos de la química, tengo comprobado y leído que existen precursores del estado de cotilla. La envidia, la frustración, el deseo de venganza, alientan el cotilleo en tanto mitiga el escozor de esos bajos sentimientos.
Cuando uno conoce bien a un cotilla empedernido termina descubriendo que suelen ser personas con muy baja opinión de sí mismas. Seres que no han digerido el dolor del fracaso, que lo han incubado hasta convertirlo en resentimiento. Todos sufrimos decepciones e injusticias pero algunos no las superan, las conservan, macerándolas, amargándoles. Para mí que estos resentidos son la quintaesencia del cotilla que no para en barras para herir, destilando su acritud, fisgando, murmurando, sin reparo alguno para difamar o calumniar si preciso. Pueden ser en apariencia simpáticos, hasta entretenidos. No pocas veces se les alienta, incluso se les ríe la gracia. Pero son tipos tóxicos, causantes de mil líos, malentendidos, enfrentamientos y rupturas.
¡Ojo! con los cotillas. Hay que mantenerlos a raya. A ser posible alejados.

Javier, siempre me haces pasar un buen rato leyéndote!!!
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Gracias Mercedes, eres una lectora de lujo. Así da gusto escribir. Abrazo
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