Obligado a la reclusión doméstica por un virus anónimo, para mis «Reflexiones a pié de calle» he tenido que inspirarme en otros paseos más literarios.
Dejando al cuerpo la tarea de desterrar a huésped tan indeseado, lo única labor que a uno le queda es ocupar los tiempos lúcidos del duermevela. Por costumbre, recurro a lecturas varias y breves. Así me encontré releyendo un viejo libro de fábulas de La Fontaine. En ello estaba cuando me alteró algo más tóxico que el parasito que albergaba; lo que acaecía en el Congreso de Diputados. Aunque mi estado cansino y amodorrado, en nada invitaba a prestar atención a la actualidad, los ecos de sucesos tan graves si me fueron llegando. Ecos de hechos tristes, inquietantes, no por previsibles menos nocivos, cuyas luces, que también las había, no lograban disipar los malos presagios que nacen cuando se antepone, a toda costa, el fin a los medios. ¿Cómo explicarlos? No estaba yo para hilvanar reflexiones que compartir.
Casualidad o no, vino en mi ayuda Jean de La Fontaine. Hojeando sus fábulas al albur de los acontecimientos, descubrí relatos tan evocadores que parecía que el fabulista galo y su maestro Esopo los hubiesen escrito desde la tribuna del Congreso. Algunos pensarán que de lectura tan pueril poco se puede extraer. Craso error. Las fábulas ni son infantiles ni vanas, su elegante, breve, amena y lúcida sencillez encierran importantes verdades sobre el comportamiento humano. El lector podrá juzgar. Porque no habiendo aquí espacio para reproducir aquellas en las que he visto reflejadas conductas y causas de los tristes sucesos mencionados, si cabe dejar alguna cita ilustrativa. Y si mis reseñas invitan a la lectura completa de los textos, amén de disfrutarlos, cada cual podrá cavilar sus propias reflexiones.
Comencemos por la fábula El lobo y el perro. Buscando enseñar el valor de la libertad, también muestra los motivos que se esconden tras tanta adhesión inquebrantable, obediencia debida, silencio cómplice y colaboración «técnica». Un lobo famélico pregunta a un mastín rollizo cómo logra estar tan lustroso. A lo que el perro viene a contestar que él no está igual porque no quiere. Es muy sencillo, sólo tiene que abandonar el bosque y complacer al amo, lo que le proporcionará buenas pitanzas y placeres. El lobo, que tal oye, se forja un porvenir de gloria, que le hace llorar de gozo. Pero en eso que el lobo inquiere por una marca que ve en el cuello del perro, a lo que éste responde que no es nada, poca cosa. -Será la señal del collar a que estoy atado. ¡Atado! Exclamó el lobo: pues ¿qué? ¿No vais y venís a donde queréis? –No siempre, pero eso ¿Qué importa? –Importa tanto, que renuncio a vuestra pitanza, y renunciaría a ese precio al mayor tesoro. El lobo huye.
En La Golondrina y los pajarillos las advertencias de la experimentada golondrina viajera son tachadas de irreales y pesimistas, más por incómodas que por inciertas, y lamentablemente desoídas. La moraleja es explícita. Así nos sucede a todos: no atendemos más que a nuestros gustos y no damos crédito al mal hasta que lo tenemos encima. De riesgo similar, en este caso sobre el peligro de paces hechas con malvados más por cansancio que fundamento, nos alerta el Lobo y las ovejas que concluye: Buena es la paz, de acuerdo; pero ¿para qué sirve, si el enemigo no cree en ella?
Otras tantas fábulas cabría mencionar muy atinadas como El lobo y el cordero sobre la manipulación de la razón; La Liebre y las ranas, respecto de los cobardes que se crecen cuando descubren a otros que lo son más aún, o la de El león vencido por el hombre, sobre cómo es la realidad según quien la pinta. Pero la que es una joyita es El lobo pastor. Un lobo que se disfraza con zamarra y flauta incluida y al que …para completar la estratagema no le faltaba más que escribir en la cinta del sombrero: yo soy Perico pastor de este rebaño… Acaba mal.
Para concluir no me resisto a citar a La Fontaine quien, hablando de Platón, en cuya República da honrosísimo lugar a Esopo, dice: Desea que los niños mamen estas Fábulas con la leche y recomienda a las nodrizas que se las enseñen, porque nunca es temprano para acostumbrarlos a la cordura y a la virtud. Mejor que vernos obligados a corregir nuestros hábitos, es trabajar para hacerlos buenos cuando aún son indiferentes al bien y al mal.
