Sólo la luz disipa las tinieblas

Ante la adversidad la fidelidad a valores  y principios es la mejor respuesta. Sólo la luz que irradian puede disipar las tinieblas.

Vivimos tiempos en que conviene recordar que el temor no debe dominarnos. Cierto es que sirve para alertar ante posibles peligros. Incluso el recelo y la prudencia que inspira pueden ser buenas consejeras porque los riesgos no han de ser desdeñados ni ignorados. Pero, lamentos aparte, el miedo no debe adueñarse de nosotros. No debemos permitir que nos genere angustia o, aun peor, que nos convierta en lo que no somos. Al contrario, puede ser un acicate para hacernos mejores y más fuertes.

La adversidad, nos guste o no, siempre está ahí. A veces se la ve venir, en ocasiones  la invitamos y en otras nos sorprende mostrando una de sus mil caras. Pasajera o  tenaz, pudiéndose instalar como un ocupa, siempre es compañera. Por eso no queda otra que convivir con sus sombras y realidades. Someterse a sus vilezas o domeñarla con nobleza es cosa de cada cual. Del camino escogido dependerá la  felicidad.

 El infortunio lo es por el perjuicio que ocasiona y el mal que induce. No se limita a generar un daño concreto, su fuerza más oscura es la que arrastra a estados de desgracia . Cuando no se sabe, no se puede o no se quiere afrontar y superar, la desventura  nos esclaviza. Se adueña de nosotros, nos tiraniza hasta transformarnos en lo que no somos. Nos sumerge en una falsa rebeldía que aflora los peores sentimientos convirtiéndonos en seres resentidos, amargados e infelices.

La auténtica rebeldía frente a la adversidad es resistirse a la tentación de responder renunciando a principios y valores. El odio, el rencor  o la sed de venganza pueden, de pronto, aportar  alivio, pero no son más que placebos con dañinos efectos secundarios. La terapia contra la desventura es mucho más exigente. Si se está a la altura, se puede aprender de esta maestra cruel. De hecho, bien asimiladas, sus lecciones son más provechosas que las de la benigna fortuna. Por paradójico que resulte, es en la adversidad donde los seres humanos se fortalecen. Si somos capaces de afrontar la desgracia, sin merma de los valores y principios que nos dignifican, habremos vencido y la victoria, cuando noble, da seguridad y genera felicidad.

No es tarea fácil, pero nadie ha dicho que vivir lo sea. Preservar principios y valores, comportarse dignamente cuando soplan malos vientos, demanda altas dosis de humildad y mansedumbre. Virtudes, cuyo ejercicio, en tiempos adversos en los que muchos las tachan de ingenuidad o debilidad, requiere coraje. Mantener el rumbo con esperanza es posible si allegamos inteligencia y voluntad. Sólo renunciando a nuestro lado oscuro encontraremos el discernimiento que nos lleva a la luz que disipa las tinieblas. Pensando en ello me viene a la memoria  una vieja plegaria, muy popular en el mundo anglosajón. Conocida como oración de la Serenidad comienza así: Señor, concédeme serenidad para aceptar aquello que no puedo cambiar, valentía para cambiar lo que sí  pueda  cambiar y sabiduría para entender la diferencia.

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