Más que una reflexión o incluso un desahogo, estas líneas pretenden ser una petición a quien corresponda. Sé que es un tema vidrioso, que nunca es buen momento para hablar de ello. Por eso, al abrigo de las luces y las sombras de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, vengo a plantear, con tanto respeto como firmeza, mi ruego: por favor más mesura en los funerales.
Ya sean civiles o religiosas las exequias, aquí no hay distingo, existen tres costumbres que siempre me han causado rechazo; las alabanzas, las penas y los atropellos. Con la edad me he convencido de que su supresión, gustos aparte, haría mucho bien a vivos y muertos. Porque si el comedimiento y la moderación son virtudes que evitan tener que retractarse cuando aún hay margen para ello, digo yo que serán tanto más aconsejables llegado el punto de no retorno. Máxime porque los muertos no se pueden defender.
Que los panegíricos son una antigua tradición probablemente muy bien intencionada ya lo sé. Pero en tiempos en los que están en entredicho todo tipo de costumbres, no entiendo por qué gozan de tan buena salud las loas del «día de las alabanzas». Claro que no tengo reparo alguno cuando se subraya alguna virtud del finado, sólo faltaría. Lo que no comparto son esas apologías acarameladas, a veces tan indiscretas, en ocasiones hasta obscenas por su falta de fundamento. Cuanta purpurina innecesaria, que tan flaco favor le hacen al finado. Porque si el muerto ha sido un santo seguro que a su humildad no le place tanto alago y si no, que es lo usual, la alabanza excesiva puede tornar en escarnio por falsa. En cuanto a los vivos, si algún sentimiento les une al difunto o a su familia, pocas situaciones son más vergonzosas que la de contemplar y sentir en un funeral miradas de incredulidad, murmullos de sorpresa o sonrisas maliciosas. ¿Qué necesidad hay? Ni el muerto se lo merece ni los vivos tampoco.
Y qué decir de esa manía de interpretar sentimientos ajenos insistiendo en la tristeza y dolor que debe embargar a familiares y allegados. No dudo de la bondad de la intención, pero me resulta costumbre prescindible por vana y arriesgada. Porque si el desconsuelo por la muerte de un ser querido es sentido y veraz ¿en qué ayuda ahondar en la pena? Insistir en el disgusto que se ha llevado la familia y en lo mucho que se le va a echar de menos al difunto, no creo sea motivo de consuelo. Además, al igual que con las alabanzas, se corre el riesgo de meter la pata hasta el corvejón. O es que acaso no hay ocasiones en las que, el tránsito hacia la otra vida, más que un disgusto es un descanso para el muerto y su familia. Mesura por favor, la discreción nunca hace daño. No es imprescindible estar destrozado por la pena. Cada cual honra y siente a sus muertos como le parece oportuno.
Por último, llega ese momento cumbre en el que los asistentes salen atropellando a quien se ponga en medio para dar el pésame. ¿Tan difícil es un poco de sosiego, de respeto? No sé lo que impulsa a la gente a comportarse así. Si tiene alguna explicación no la he encontrado. Lo que me consta es que lo más sensato es quedarse quieto hasta que pase la estampida. No hay riesgo de llegar tarde. Tengo comprobado que, curiosamente, quienes más empeño ponen en alcanzar la meta en menos tiempo son justo los que acaparan más tiempo del pariente de turno. Esos que, aferrados a su víctima, se empeñan en explicarle quienes son, cuanto lo sienten, dónde han estado los últimos años, justificar alguna ausencia y de paso preguntar si el difunto sufrió mucho. Logrado su objetivo salen tan campantes. Yo marcho agotado.
